«Cuanto más cerca, más lejos. Cuanto más lejos, más cerca». Ese acertijo, de apariencia dócil e inofensiva como los unicornios, me acompañó toda mi infancia. Su respuesta era obvia, pero la mansedad de la inocencia, como a muchos, nos impidió entender el profundo significado de ese juego del idioma llegado hasta nosotros por tradición hispana.
La respuesta era la misma palabra que daba origen a la adivinanza: la cerca. Según estudios lingüísticos realizados en torno a esta expresión, la idea es que una cerca es mayor, es decir, más cerca, en tanto más lejos resulta el espacio que sitia, que apresa como feudo de alguien o de algo.
Y me doy cuenta de que ese ensarte lúdico con que cualquier adulto del barrio nos entretenía para que dejáramos la «corredera» a los escondidos, donde siempre un pantalón resultaba mutilado de guerra y los rasguños medallas por aterrizajes forzosos sobre la gravilla, era quizá una premonición de lo que es el mundo cuando lo encerramos entre los muros de nuestros egoísmos y ambiciones.
La visita a Cuba de la pacifista norteamericana Cindy Sheehan, encabezando una delegación de su país para reclamar el cierre del centro de detención de la ilegal Base Naval de Guantánamo, regresó a mi memoria el viejo trueque de palabras infantiles como un bumerán que me golpeó en pleno corazón.
Nunca imaginó el pacífico granjero norteamericano J. F. Glidden el sombrío fin de su invento en 1874. El alambre de púa fue concebido, inicialmente, para alejar a los perros del jardín de su esposa; luego devino herramienta para la agricultura y pronto se convertiría en arma de guerra donde han quedado rasgadas las más tristes historias de la humanidad. Auschwitz es el paradigma de su inhóspita misión. ¡Triste destino el del metal que ahora se oxida, en Guantánamo, con tres odios diferentes!
De un lado, el encono de la Patria por haber sido robada. Del otro, el del mercenario que no se acostumbra a vivir sin sus indignos feudos. Y uno tercero, el de los inocentes prisioneros que allí viven su holocausto.
Cuando apareció el rostro ante las cámaras de la televisión de Zohra Shaban Zewawi y su hijo Taher, madre y hermano del británico Omar Deghayes encarcelado en la Base desde hace cuatro años como supuesto terrorista sin que existan pruebas, no pude sustraerme a la idea de que para esos familiares mirar la alambrada debe haber sido la versión más exacta del infantil trueque de palabras, trasmutado ahora como profunda herida de distante cercanía.
Ellos, desde acá, quizá al tocar la rudeza del alambre, con furia contenida, creyeron acariciar el rostro de Omar. Él, tal vez en el único sueño repetido de la libertad, a esa misma hora mientras recibía el «desayuno» de cuero polvoriento de la bota de sus verdugos, imaginaría el abrazo en casa y la cena servida para la acción de gracias por el regreso. Y hasta puede que una lágrima conciliada por el tiempo, la circunstancia y la vida, haya querido cantar, al unísono, una oda a la alegría por poder lograr que, algún día, el mundo viva sin cercas. Una sinfonía que también nos traiga, de regreso a casa, las cinco puntas de nuestra Estrella secuestradas en las cárceles de Norteamérica.
Más temprano que tarde Guantánamo volverá a ser un corazón unánime. Lo presentimos. Lo afirmamos. La Base, otro museo contra la ignominia. La única alambrada posible, la de los rosales. Rosas blancas, que cultivaremos en lugar de cardos y ortigas para que los corazones sean confluencia de ríos, mientras ellas, las flores, airosas y erguidas como las palmas, restauren el aroma de la fraternidad humana y perfumen las lágrimas derramadas de rabia frente al enemigo.