Primero creí que era exageración de mi amiga. Luego su rostro, mezcla de perplejidad con cierta rabia antigua, me llevaron a creerle. Cuando el ginecólogo anunció la llegada de su primer hijo, corrió a encargarle una cuna a un carpintero.
Después de todo un vía crucis donde el que tenía madera no tenía puntillas y el que tenía madera y puntillas le faltaba la cola, encontró a un cincuentón que le pareció un hombre serio, de ley, el cual accedió con gusto a fabricársela; solo que le saldría un «poquitíiiiico» cara. «Usted como yo sabe que el cedro y la caoba están perdidos, a los particulares no nos dan con qué trabajar y lo que uno le saca a cada pieza apenas le da para comenzar la otra...» (¿?).
En fin, que se la valoró como si le vendiera seda de El Cairo. Pero como mi amiga quería lecho de linaje para su primogénita, accedió con la promesa de que estaría en 15 días. Sin embargo, terminó el primer plazo y un segundo y otro y otro, mientras ella veía crecer su vientre sin la cuna en la habitación. Dio más viajes a la carpintería que a la consulta prenatal. El hombre, unas veces estaba con «la gota» y hasta llegó a enterrar a su abuelita por segunda vez después de 15 años.
Llegó el alumbramiento. La mujer tuvo que pedir una prestada y ahí concluyó la historia, pero, el día menos pensado, cuando ya había sepultado al carpintero en el campo santo de los desaguisos y la bebé lo que casi necesitaba era un corral, vio venir, a lo lejos, un carretón con la cuna encima y al eufórico hombre con los mismos ojos de Hernán Cortés.
«No sé bien, señora hermosa, lo que sucedió después...», pero mi amiga se negó a repetirme las palabrotas dichas al tipo que, en buen cubano, tuvo que «comerse la cuna con papas» y regresar a su carpintería al tiempo que blasfemaba de «lo mal agradecida que estaba la humanidad».
Recuerdo que, de niño, eran solo las costureras las de la mala fama. Un corte de tela, para hacerse el vestido con que se asistiría al bautizo de una infante, si no se extraviaba entre el monte de tejidos que descansaba sobre una silla, servía para ir a la toma de la primera comunión o a la fiesta de 15. Pero, ahora, la falta de ágiles opciones estatales en ciertos servicios hace recurrir a los particulares, quienes también convierten la informalidad en instrumento de tortura psicológica cuando la expresión «palabra acordada es palabra sagrada», al estilo de los caballeros del Rey Arturo, ha hecho mutis del escenario de la vida cotidiana.
Y no se trata de una pequeña artillería de impuntuales en medio de la laboriosidad combativa de un ejército, sino ya deviene norma; apéndice colgado a nuestra cubanía que, penosamente, se adhiere como sanguijuela a la práctica diaria, sea en una empresa de servicios o en el más sencillo de los talleres particulares. Es esa expresión visible del desgaste innecesario, del valladar interno que nada tiene que ver con las limitaciones tangibles del bloqueo; de ese otro límite que en nada se emparenta con quienes osan ahogarnos desde una política imperialista, sino que parte de la efectividad y la disposición de actitudes que construyan la fraternidad social de este país.
Ejercicio sano sería que los cubanos, mientras nos cepillamos los dientes en la mañana, nos preguntásemos con quién o con quiénes hemos empeñado nuestra palabra ese día. ¡Cuán saludable sería para el cumplimiento de la tarea en cada momento, para la restauración humana de nuestro carácter nacional como gente emprendedora y seria! Esta, sin dudas, es otra de las maneras de mantener nuestra hidalguía como el eterno caballero que, a pesar de su desvarío, en el ofrecimiento de su palabra le iba la vida.
¡Ojalá que ese pequeño ejército de personas que aún me deben algún trabajo en casa, me llamen hoy para decirme que la cama o el mueble ya están terminados! O sea yo quien, mordido por mi conciencia, les dé a ellos la buena nueva de la puntualidad... ¡Por suerte, yo no tengo mujer embarazada!