Una canción es un beso en la oreja. Una canción es un beso en la memoria. Una canción es un beso en el alma. ¿Quién lo duda o dice lo contrario?
No creo que haya mortal sobre la tierra para el cual un pedazo de melodía no sea un fotograma de su vida. Y es que nacemos, crecemos y morimos cantando. ¡Bendita capacidad humana que nos libra de la abulia cotidiana!
Un beso no se olvida. Fíjense que no hablo de besos buenos o malos. Para mí existe una sola categoría; la que encierra la entrega de la vida toda cuando los labios son un corazón puesto a latir sobre una mejilla u otra boca; y descalifico ese ejercicio frío que pareciera acuñar la triste historia de Judas, de pegar la cara al rostro del otro, o de la otra, cuando el sentimiento anda muy lejos y la traición se ensaña. Eso no es besar.
La música cubana es eso. ¿Acaso no da fe de ello la capacidad de besar de la Longina de Corona, la María del Carmen de Noel Nicola, la Marilú de Formell o la Bárbara de Santiaguito Feliú?
Yolanda... ¡ah!, no creo que exista otra canción contemporánea como esta que sume herencia lírica y marque, con sutil pasión, el corazón de los trovadores desgranados siempre sobre las cuerdas de una guitarra.
Pablo Milanés no sabe el bien que nos hizo al sacarse del alma ese beso lleno de armonías que, cada vez que uno lo escucha, se endulza sin límites por dentro y enciende lucecitas para toda la gloria.
Sin embargo, a juicio propio, creo que Yolanda está siendo traicionada. Vendida al turista como mujer liviana que anda en boca de cualquiera; como un souvenir más.
Mujer idílica, parece estar obstinada, aburrida hasta el cansancio de que a cualquier hora, en cualquier lugar, un guitarrero le berree por echarse en el bolsillo ese tintineo fatuo de la propina... porque la están matando, porque Pablo no le dio vida a esa musa para tal destino, porque ya no es ella sino una oveja trasquilada por cualquiera.
Habría que preguntarse, entonces, si es culpable Yolanda por su tentadora belleza musical, el autor por legarnos canción tan bella, o quienes tienen que establecer una política de difusión cultural equilibrada en los sitios turísticos que no vaya en detrimento del discurso pocas veces cumplido: insertar las mejores tradiciones culturales en ese mundo de pompa jabonosa, en lugar de proponer e imponer, un producto que niegue las verdaderas esencias de la cubanía.
Un simple ejercicio le dará la pauta. Váyase a una zona turística a la hora de almuerzo o de comida. El panorama será casi siempre el mismo; junto a Yolanda solo navegan a los oídos del visitante la tan machucada Guantanamera y Hasta siempre, Comandante que, interpretada lejos del espíritu épico con que Carlos Puebla la concibiera, pierde sus visos de ofrenda y homenaje de un pueblo a su guerrillero.
A eso puede sumarle que, por complacer al turista, pocos (para no pecar de absolutos) le explican al visitante que un bolero como Bésame mucho no es de autoría cubana, sino de la mexicana Consuelo Velásquez, en una sospechosa postura que transita entre la conveniencia y el desconocimiento.
Pregunto entonces, ¿Tiene alguien el derecho, por amor a su bolsillo, de reducir la tradición musical de más de tres siglos de este país a un fenómeno cíclico al que lo único que parece interesarle es complacer y no proponer y provocar?
La cultura destinada al turismo no puede continuar siendo una coctelera donde mezclemos juegos y chanzas más dos o tres elementos de cubanía tomados por los pelos, en esa vocación de los llamados animadores turísticos que, en algunos casos, roza la triste tradición bufonesca de otras latitudes.
Testigo fui, en varias ocasiones y en más de un hotel, de esas versiones libérrimas en las que Broadway, como meca del espectáculo y la «espectacularidad», se siente traicionado por versiones tontas de superproducciones como Cats, Chicago o Miss Saigon, las cuales hacen al turista casi arrastrarse, y hasta orinarse, de la risa ante tamaño absurdo de querer trasladar un mundo a otro sin siquiera la quinta parte de los «recursos» empleados en sus puestas originales.
Digo yo que los auténticos besos, no los envueltos en el falso celofán del glamour de las películas, nunca se olvidan. Ojalá que podamos dar al visitante la mejor caricia cultural heredada de una tradición que, sin duda, desborda la estrecha geografía de esta Isla. ¿Logrará ponérsele coto a esas falsas prácticas que nos empobrecen, sin razón, a los ojos del mundo? ¡Quizás, quizás, quizás...!