Tengo un amigo que, tan solo de pensarlo, tiembla. Su tubo de Sport Aqua se le está acabando y no encuentra sustituto. El hecho de que le falte la crema de afeitar es para él, me confiesa, como la ausencia del aerosol para el asmático. Su cara comienza a inflamarse si no tiene la jabonadura que suavice el cañoneo perenne de su barba de Cromañón y la alergia establece de inmediato una guerra que lo obliga a vivir como El Pelú de Mayajigua.
Yo lo miro. Me río. Y le digo para aplacarlo que se ve bien que él no vivió los duros años ’60 en que, debido al recio bloqueo norteamericano, los zapatos se rifaban en los Comité y tener un par de «kikos» plásticos para salir el domingo en la noche era un lujo que se traducía en llevar dos ollas de presión en los pies.
Tiempo de servicio militar en que yo mismo trasformé unas botas cañeras en los zapatos de Felipe IV, hechas cortebajo a la fuerza, tejidas con cordones y rematadas con dos hebillas doradas que eran de mi abuela, para salir a la calle y creerme que era el último grito de la moda cuando vivía a cien años luz de lo que, en ese momento, vestían los jóvenes del mundo. Pero fue una época feliz en que teníamos a un Silvio más cercano haciéndole parir a la Era un corazón y no hacia falta una ropa de marca ni un celular de última generación para sentir la plenitud de la mejor etapa de la vida.
Pero mi amigo tiene razón. Si usted le aplica la lógica al ciclo de distribución y abastecimiento del comercio cubano en divisas, los sesos se le hacen dos huevos fritos a la plancha que no logra componer ningún psicoanalista por más brillante que sea. En cualquier economía lo que más se vende es lo que nunca falta. Acá es al revés. Productos elementales de primera necesidad como la colcha de trapear, el jabón, el detergente o los dentríficos desaparecen como por arte de Birlibirloque y tiene usted que convertirse en Leonardo Moncada, sobre su caballo, para caerle detrás a lo más elemental.
¿Quiénes recuerdan el famosísimo Anubac para clorar el agua sobre el cual se hizo toda una campaña promocional de que su uso preservaba la salud? Desapareció como esos novios de antaño que iban a la esquina a buscar cigarros y nunca regresaban: sin la más mínima explicación posible.
Justa es esa política estatal de priorizar en este mercado los productos nacionales en aras de favorecer a nuestra industria y lograr mayor eficiencia económica. Pero lo cierto es que los artículos de primera necesidad son, en muchos casos, como «el venado de la Virgen». La ausencia de una eficiencia en los controles de los inventarios y la falta de agilidad en la solución de los problemas, más un rosario de impagos entre empresas, hacen de esa aspiración algo casi inalcanzable. Y no hay cosa más cierta: mercancía que se deja de vender es divisa que se hace sal en agua.
Vayamos a otra arista del problema. La casi virtual protección al consumidor y la agonía del cliente ante el vendedor desmotivado que no hace bien su trabajo. El síndrome primero del desamparo está a simple vista. Raro es el producto que posee su sello de seguridad, lo cual da margen a que los manos-suaves, que todavía pululan por ahí, saquen un poquito de aquí y otro de allá hasta llenar un tonel que luego alimenta el mercado negro.
Muchas veces la mirada suplicante de quien desea comprar la más mínima mercancía no mueve corazones. La respuesta es una indiferencia de guardia que solo disuelve su pesada niebla, para que aparezcan la sonrisa y los ardides que enamoran, ante el anuncio de un encuentro de técnicas comerciales. De modo que cuando uno se tropieza con alguien que todavía hace de su profesión de vendedor un magisterio, que antepone el decoro a la propina, parece haber encontrado a un extraterrestre.
Ese trasnoche en los servicios es, en ocasiones, resultado de acciones absurdas de ahorro que violan el verdadero sentido de austeridad cuando lo más elemental, la servilleta, el ketchup o la mostaza que deben acompañar un simple plato, parecen dinosaurios extinguidos y al ser solicitados usted recibe del empleado una mirada que le fumiga y parece decirle como el programa humorístico de la televisión: ¡Deja que yo te cuente!
¿Es ético para cualquier empresa buscar rentabilidad al costo de escatimar estas nimiedades que adornan la calidad de un servicio? ¿Acaso no se constituyen esas prácticas en burla a las políticas legisladas en tal sentido? Aunque las tiendas en moneda libremente convertible vinieron a airear, junto a la despenalización del dólar, una economía que ha comenzado a respirar por sí misma a partir de nuevas estrategias, existen prácticas que se constituyen en cáncer de la verdadera autenticidad con que debe crecer el país.
Si bien en los momentos más comunes de la vida diaria usted quiere convocar el espíritu de Freud para que le explique lo inexplicable de actitudes que en muchos casos parten de decisiones individuales, la solución a los problemas pedestres de los suministros no está en manos del mejor psicoanalista de la historia, sino en quienes tienen la responsabilidad de engrasar nuestros mecanismos socialistas para que funcionen, como prescribe la filosofía, en su vocación de engranaje social que movilice, que ennoblezca lo que amamos, que aporte soluciones que no tienen que venir de otro planeta.