«¡Mi hija no ha pelado jamás una papa!», me espetó alguna vez, entre orgulloso y desafiante, cierto individuo. Vale decir que la muchacha del cuento no usaba pañales hacía mucho tiempo.
Se trataba de una adolescente, de una jovencita que, se infiere, debería ir aprendiendo que las papas fritas no caen del cielo directo a la boca, sino que antes hay que cargar con la jaba, quitarles el fango, lavarlas, pelarlas, picarlas en cuadritos, etcétera, etcétera. O sea, trabajar. Emplear el tiempo en transformar con las manos un don de la tierra, de modo que llegue a ser provechoso.
Claro, es más fácil abrir la boca y ejercitar un poco la mandíbula. Para sudar, cortarse un dedo, salpicarse con aceite —¡además de comprarlo!—, están papá y mamá. «¡Pero si es una nenaaaaa...!».
No tengo hijos, preciso. Aún. Pero confieso que a veces me quedo boquiabierto con la extrema condescendencia de ciertos padres hacia sus vástagos. Es como si el mundo exterior fuera del todo hostil, y hubiera que encastillar al muchacho y concederle todo lo que le plazca, de manera que se pueda anunciar: ¡Yo sí quiero a mi hijo!
No importa que Eritromicinisleydis venga de la escuela y se vaya directo a casa de sus amiguitas a bailar reguetón —por cierto, ¡vade retro!—. O que Eremester juegue pelota con sus «socitos» y escandalice todo el santo día junto a la ventana de aquel vecino. «No hay problema. Que se distraigan». Los adultos hacen los mandados, botan la basura, friegan-lavan-planchan-cosen, y aguardan a que el «nene» asome la nariz y pregunte: «¿Qué hay de comida?».
Pero una relación toda «miel» y cero obligaciones, no es amor. Es, eso sí, una actitud magistralmente forjadora de inútiles. Y de consentidos. Al cabo de los años, ¿qué puede esperar un padre de un muchacho así? ¿Acaso gratitud? ¿Amorosa reciprocidad?
Un spot televisivo de los 90 popularizó entre nosotros al «viejo Andrés, que se va a morir solo». Hablaba de un señor que jamás se ocupó de su hijo, como no fuera para pasarle 40 pesos de pensión alimenticia cada mes. En su vejez, el hijo le retribuye de idéntica forma. Distancia, frialdad, y 40 pesos.
Paradójicamente, a pesar de que se refiere a la ausencia de cariño, el caso tiene un punto en común con nuestro tema: ¿Qué futuro aguarda a una persona que ha convencido a su hijo de que lo merece todo, de que es el centro del mundo, y lo ha acostumbrado a escuchar eternamente la frase: «Deja, no hagas esto; yo lo hago por ti»?
Pasados los años —dirá el sobreprotector—, ¿qué disposición tendrás de ayudarme en mi ancianidad, de soportar con paciencia mis achaques, mi debilidad física, si nunca quise que te esforzaras, ni permití que pelaras una pobre e inofensiva papa...?
Nadie lo dude: si existen algunos «viejos Andrés» por defecto, también los hay por exceso. Unos no brindaron amor y otros no supieron exigir, formar, corregir, saber decir no.
La vida, inexorable en ese sencillo juicio que es el transcurrir de los días, les puede reservar a estos últimos un resultado similar.