La figura del trabajador social se hace cada vez más cotidiana. Las acciones de este contingente de jóvenes nacidos con la Revolución por partida doble (por su fecha de nacimiento y por ser producto de los programas de la Batalla de Ideas) se extienden por todo el país. Son esperanza y apoyo. También confianza y compromiso. Se han preparado técnica y políticamente para participar en una lucha sin cuartel a favor del bienestar y la felicidad. Y para eso cuentan con un poderoso instrumento de trabajo: su comportamiento, en el que no solo tienen un factor de facilitación en la solución de algunos problemas que aquejan a las personas con las que trabajan, sino sobre todo un referente de conducta cívica, ciudadana, que invita a ser «imitado».
La recurrencia de la «imitación» en la vida humana es mucho mayor que lo explicable por la casualidad. Para la Psicología es casi una verdad de Perogrullo. La imitación es un instrumento del crecimiento y se realiza anclándose a modelos de referencia: los padres, los educadores, los amigos y hasta los personajes de la televisión. La imitación no se limita al mundo infantil y se extiende al adulto con una fuerza que muchas veces estamos lejos de sospechar.
Los trabajadores sociales tienen una alta capacidad potencial de ser un modelo a imitar. Al entrar en contacto con los «misioneros de la Revolución» las personas, incluso sin tener conciencia de ello, los observan como modelos potenciales. En el contacto humano que se produce las personas van asimilando patrones de conducta, conocimientos espontáneos, normas de relación, que tenderán a reproducir. Y esto es un hallazgo fundamental en muchos sentidos. Se trata de que la imitación es una vía de aprendizaje, una vía de educación. Llegan ahora las preclaras y no menos exigentes palabras de Don José de la Luz y Caballero: «Instruir puede cualquiera, educar solo quien sea un evangelio vivo». Lo que hacen, el cómo se comportan los trabajadores sociales, está en el centro mismo de su ejercicio profesional. Se educa, y mucho, cuando se está ejerciendo el rol profesional, cuando se establecen las relaciones propias del trabajo y el empeño. En buena medida «somos» lo que «hacemos».
De ahí la importancia del cuidado, el esmero, la adecuación del comportamiento de todos y cada uno de los que integran el destacamento. Es este un reto que hace a su trabajo especialmente difícil y con altas dosis de responsabilidad no solo profesional, sino también personal. Por eso la constante reflexión, la mirada autocrítica, nunca está de más. Ya sea para reforzar o para corregir, o para ambas.
Las acciones profesionales del trabajador social son todas acciones de vínculos humanos. Su lugar real de existencia son las relaciones interpersonales. Es este el universo continente del trabajo y su sentido mismo. Por dedicación y entrega los trabajadores sociales están inmersos en una red de relaciones en la que ocupan un lugar especial: «todo el tiempo están siendo observados». Observados precisamente por personas que tienen una falta, una demanda, una necesidad insatisfecha. Personas que están (o estarán) a la búsqueda de un camino, de un modo de favorecer un estado de bienestar y felicidad superior al que poseen. Personas marcadas por la «posibilidad de la imitación». Y allí están los «misioneros de la Revolución» con una propuesta de consonancia con los valores sociales, con el comportamiento ciudadano esperado.
Al ejercer su trabajo en las poblaciones favorecidas por su empeño los trabajadores sociales son portadores de una «cultura ciudadana del comportamiento cívico», y ¡qué necesitados estamos de que rápidamente se extienda! Lo necesitamos para armonizar una disciplina social que propenda a la organización y la eficiencia de las prestaciones sociales, para que el calor no sea justificante de los excesos, para que el lenguaje cervantino no sea desplazado por obscenidades, para evitar las «lluvias de botellas» en los conciertos públicos, para eliminar los brotes reactivos de agresividad. «Hace falta una carga para matar bribones», decía Villena, para acabar con todo lo que empañe «el alma cubana», al decir de Don Fernando Ortiz. Y esa carga es una carga de educación. Educar con el comportamiento propio.
Hablo de relaciones sustentadas en el respeto (respeto al derecho ajeno, respeto a la individualidad, a las diferencias, respeto a la opinión, a las decisiones). Relaciones en las que no quepa ninguna duda de las intenciones, sustentadas en la verdad, en la transparencia informativa. Relaciones presididas por una auténtica sensibilidad interpersonal. Relaciones que accionen no solo desde la inteligencia y la razón, sino también desde la bondad, la amabilidad, la gentileza. Relaciones humanas, cultas, enriquecedoras.
En un mundo donde las utopías son pisoteadas nosotros seguimos su luz. La conducta personal es un arma en esta lucha. Para los trabajadores sociales, ella entra como exigencia de desarrollo y crecimiento no solo de las actuaciones profesionales, sino como exigencia misma de desarrollo personal. En el hermoso saludo matutino de los pioneros (de los que hoy son y de los que ayer fueron y aún llevan su pañoleta en el corazón) hay una evocación a la imitación enriquecedora: «Seremos como el Che». Entonces no cabe duda: en el «querer ser parecido» hay mucho más que una sospecha de la talla del modelo. Hay sobre todo una opción de vida y una esperanza que abre la puerta al mejoramiento humano. Una puerta que todo trabajador social debe defender y atravesar.