Empecemos por una justificación. Durante tres viernes esta columna ha estado ausente. Yo también. Y no me alcanzó el tiempo para adelantarla, como es habitual. Mi ejercicio docente me trasladó a Cienfuegos donde impartí un diplomado de periodismo literario. Eso suena muy rimbombante. Pero no crean que mi persona tiene la dimensión que producen ciertos ruidos. Soy simplemente un hombre que intenta servir a sus compatriotas. Y el mérito, en esta experiencia cienfueguera, pertenece a mis compañeros: me soportaron con respeto e interés.
Salvada la honra, debo enrutar estas líneas hacia el puerto de lo sustancial y sustancioso. Pero me quedan ganas de hablar de alguna experiencia más. Porque, desde luego, no estuve tres semanas en Cienfuegos. De allí salí, agobiado por tantas consideraciones, hacia el cercano territorio matancero del sur. Recalé, entre otros puntos, en Agramonte. En la antigua Cuevitas, presenté un libro de poemas un tanto oficiosamente —como en Cienfuegos ante mis colegas— porque la presentación oficial será el próximo 8 de julio en la Tertulia de Guillermo Cabrera. Por supuesto, no haré el comercial del poemario, que es mío. Solo digo que yo había contraído un compromiso con mis amigos de Agramonte: ellos habían oído, en original, esos poemas una tarde del año pasado, y era justo que lo recibieran impreso.
Al terminar, preguntas, respuestas. Un compañero confesó que le parecía que ese momento en que se habían mezclado música y poemas debía repetirse con más frecuencia. Se sentía muy confortado dentro de aquel grupo en la Casa de Cultura. Luego le pregunté por su trabajo y me dijo que era carpintero. Usted —le dije— seguramente trabaja enriquecido por la espiritualidad que proporciona el arte. Y tal vez, admití, mis poemas no estén escritos con ese amor que usted ha de imprimirle a la madera. Esa ha de ser la meta, pues si la cultura no nos transforma en el amor y la solidaridad, solo operará como un dato, un conocimiento estéril.
La conversación discurrió luego sobre cómo a veces creemos que «lo cubano» es la superficialidad, el alboroto, el descoyuntamiento de las cinturas o de las palabras. Y desde temprano las emisoras radiales nos agobian con el componente más rítmico de nuestra música, llamada popular, soslayando otros géneros tan populares en su esencia como los que actualmente predominan por imposiciones de una moda que suelen manipular algunos interesados en que se oiga solo lo que les gusta o les conviene... Esa tarde, guitarristas y cantantes de Agramonte habían evocado a Lecuona. Y la temperatura emocional trepó varios grados. ¿Lecuona? ¿Dónde se oye eso? Así podría preguntar algún suspicaz.
Me parece —y por ello he contado este reciente episodio— que no reflexionamos acerca de las numerosas contradicciones de nuestra vida social. Hemos de admitir que afortunadamente la sociedad cubana no posee ninguna afinidad con un paraíso. Nuestra única ventaja radica en que sabemos que el paraíso es posible. Pero, para construirlo, necesitamos ubicar, conocer las grietas, las trampas, las opuestas y a veces disturbadoras mezclas que lastiman nuestro esfuerzo. Por ejemplo, ¿nos damos cuenta de que en lo cultural y lo ético hay una fehaciente contradicción entre la telenovela cubana y ciertas letras de canciones tan comunes como el café de la mañana? A pesar de su didactismo demasiado presumible, La otra cara de la Luna intenta influir benéficamente en conductas sexuales desordenadas, y paradójicamente uno oye piezas musicales como esta: «Pa la gozadera con cualquiera». Hace poco se lo oía cantar a alguien que me pasó por el lado... Vaya. Convierten en puro plástico los mensajes constructivos de otros medios.
Bueno... No hay libertad sin normas éticas, sin frenos que mantengan contenido lo que suele estorbar. Estos son los términos del presente: el cuadro nos pinta afanándonos por exigir el lenguaje de sexo, que llame femenino a lo femenino y masculino a lo que lo es, para establecer una igualdad en la diferencia, y por otra parte —creo haberlo dicho hace unos meses— soportamos públicamente canciones que insultan a las mujeres llamándolas brujas y locas. Uno las oye hasta aburrirse. Y no «pasa na’, no pasa na’». Así, como lo dicen esas letras que ejemplifican todo cuanto no queremos ser.