Lo que siguió es presumible. El cliente añadió que le parecía que la parte ancha del embudo siempre daba hacia el lado interno del mostrador. Tal vez —agregó— deba yo ahora revisar uno a uno los billetes que usted me devuelva… Ahí termina el cuento. Y no es la intención del columnista negarle a la cajera el derecho de defender los valores de la tienda e incluso de ella misma: si alguien le colara un billete falso, o roto, tendría ella que pagarlo. Si fuera al revés, sería el cliente el que pagaría los errores o el dolor ajenos.
La razón está, a mi parecer, en ambos lados. Y, por eso, cuesta trabajo hallar una solución justa. La cajera —no sobra reiterarlo— tiene el derecho y el deber de revisar los billetes, al menos los de alta denominación, para impedir una estafa al Estado. Pero el cliente tiene también la necesidad de preservar la seguridad de su bolsillo. Aunque lo parezca, o lamentablemente en verdad lo sea, el cliente no puede ser juzgado como el elemento más frágil de esta relación. Porque, así, en qué sitio precario se detendrían nuestros conceptos humanistas y socialistas. Al menos, el cliente necesita respeto. Lo cual, en este ejemplo, significa que la calidad de su moneda sea confirmada de manera menos grosera. Menos ofensiva. Uno está constantemente obligado a aprobar un examen de honradez, sin que haya mucho margen para comprobar a los examinadores.
Extendiendo el alcance de mi reflexión, tampoco el ciudadano común, ese que es cliente aquí, usuario allá, persona natural más acá, merece mantener de su lado cierta parte estrecha del embudo social. En estas semanas leí una nota periodística en la que se informaba que a la Fiscalía acuden anualmente más de 70 000 personas que a veces piden asesoramiento, pero en otros momentos se quejan de que sus derechos han sido violados por alguna institución estatal. Es comprensible que se personen en las oficinas fiscales. La Fiscalía también vela por los derechos de cada uno de los ciudadanos del país. Y según el reporte, aparecido en Granma, los que reclaman tienen razón en cerca del 27 por ciento de sus quejas. Otro dato asegura que desde 2001, cada año aumenta en 8 000 los casos atendidos por la Dirección de Protección de los Derechos Ciudadanos. Aparte de suponer que la gente confía cada vez más en las funciones fiscales, también puede concluirse que las violaciones de los derechos de las personas se incrementan desde el lado interno del «mostrador».
Estamos de acuerdo: la sociedad cubana urge reimplantar la legalidad que, en ciertos aspectos, se quebrantó durante los días del período especial. A esa faena nos aplicamos. Pero, según mi criterio —que alguna vez expuse en esta columna—, la lucha por la legalidad afronta un obstáculo: la conciencia jurídica ha perdido presencia e intensidad. Entre los ciudadanos, que deben cumplir las leyes, y entre los que velan porque las leyes se cumplan, crecieron ciertos hongos de impunidad y de indiferencia. Y algo más: algunos de cuantos tienen que hacer cumplir las leyes, olvidan que han de empezar cumpliéndolas. Por ello, a la Fiscalía acude la gente buscando una justicia que no se le aplica o se le aplica mal.
Uno, periodista al fin, conoce de algunas de esas historias. Llegan cartas, llamadas y correos electrónicos… Y a veces uno se estremece cuando se entera de que cierto organismo se niega a cumplir la resolución firme de un tribunal, o actúa contra la legalidad adoptando decisiones improcedentes sobre las personas… Me detengo. Y resumo: Sin ley no hay sociedad. Y todos hemos de cumplirla. Porque la ley, como las carreteras y las avenidas, posee una doble dirección. Para allá y para acá.