Aquel abrasador mediodía de agosto pintaba de maravillas para cualquier otro divertimento menos para ponernos a jugar pelota. «¡Muchachos, déjenlo para más tarde, miren qué caliente está el sol…!», nos aconsejaban los mayores. Pero cuando se tienen 15 años no se repara demasiado en semejantes bagatelas. Y así pensábamos los adolescentes que, domingo tras domingo, nos citábamos en El Campito, nuestro ruinoso terreno de béisbol, para liarnos a batazos y a discusiones.
Llegábamos a cuentagotas. César, con su gastado y enorme guante, regalo de un primo que quiso ser pelotero; Alberto, mascota y careta en ristre; Jorge, el único entre nosotros que tiraba curvas; Humberto, con un bate de majagua al hombro y utilísimo en cualquier posición; Bernal, exigiendo siempre jugar la primera base… Y yo también, desde luego.
Ser propietario de un implemento cualquiera garantizaba su inclusión en una de las dos novenas. De no ser tenido en cuenta, el rechazado podía amenazar con retirarse a casa y llevárselo consigo, dejando incompleta la parafernalia. Por obligación había que aceptarlo en el line up, aunque fuera incapaz de capturar un «palomón» o de batear un caramelo.
El terreno de El Campito combinaba la tierra con el cemento, amén de otras singularidades. Imaginen a los jardineros derecho y central jugando a más de medio metro sobre el nivel del resto de las posiciones, entre las canales y los columpios de un antiguo parque infantil; al antesalista y al torpedero casi pegados a la cerca; al jardinero izquierdo todavía más atrás, en medio de una calle; a la segunda y al inicialista apostados a unos metros del pícher… Pero era El Campito nuestro. El único que teníamos y había que aceptarlo así.
Aquel domingo recién comenzaba el juego cuando ocurrió lo que ocurrió. Picheaba por uno de los equipos el gordo Jorge Alba, quien hacía sonar la mascota del receptor con nuestra única pelota, forrada en esparadrapo y empolvada con ceniza para que no se pegara tanto a los dedos. Después de calentar y de tirar un par de bolas malas, acercó un envío a la zona de strike.
Alberto, el hombre al bate, le hizo swing completo y levantó un fly elevadísimo hacia atrás, casi perpendicular a la calle por donde transitaban los vehículos que se dirigían hacia la ciudad de Las Tunas. Todos los presentes seguimos el trayecto de la redonda, tanto durante su ascenso como en su caída libre. Sucedió entonces algo que todavía nos negamos a creer.
En el preciso instante en que nuestra única pelota estaba a punto de caer al suelo, seducida hasta el forro por la fuerza de gravedad, acertó a pasar por la calle un transporte serrano lleno de pasajeros. Y como las casualidades están para que ocurran, nuestra única esférica fue a caer exactamente sobre el maletero, situado en el techo del vehículo y allí se acomodó como una involuntaria polizona, resignada a emprender un insospechado viaje para el cual no había sido invitada.
La sorpresa y la incredulidad nos paralizaron. Cuando vinimos a reaccionar, ya el transporte serrano se había alejado lo suficiente como para no poder darle alcance ni con la voz ni con las piernas. Abatidos, consternados, perdida nuestra única redonda por causa de aquel golpe bajo del azar, echamos mil maldiciones, recogimos el resto del equipo y retornamos a nuestros hogares con los rostros compungidos y tiznados por el bagacillo. Pero comprometidos a conseguir por cualquier vía otra pelota para comenzar todo de nuevo el próximo domingo.