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Ni los «Viry Kids» ni los manos rápidas del Oeste

En tiempos de un nuevo coronavirus, joven y letal como famoso bandido, el saldo del desafío depende de a qué se dedique, en cuerpo y «arma», un Gobierno dado: a priorizar en su presupuesto dinero para matar o recursos para sanar

 

 

Autor:

Enrique Milanés León

Si tuviera que escoger la noticia más irónica entre las miles de historias que he leído y sufrido a lo largo de un año de pandemia, tendría muy pocas dudas: sería aquella que nos puso al tanto, por allá por abril del 2020, de que el nuevo coronavirus no solo había escalado el blindado casco del portaviones nuclear Theodore Roosevelt, sino que, además, había entrado a los camarotes, dormido con esos marines invencibles y enfermado a centenares de ellos.

Menos gracia que a mí —y no me dio ninguna— le hizo el asunto al capitán Brett Crozier, quien escribió una carta desesperada al Pentágono que, tras filtrarse, le costó que Thomas Modly, entonces jefe de la Marina, lo insultara y lo cesara, lo que tampoco evitó que el mismísimo Modly se viera forzado a dimitir por llevar tan mal el timón del problema. Pareciera un hundimiento en combate o un naufragio militar, pero hubo más: entre barcos de guerra, hospitales y portaviones, la Armada estadounidense registró en esa época 26 naves bajo ataque del virus.   

Unos meses después, Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), llamó en una junta ejecutiva especial del organismo a que los gobiernos dediquen a programas sanitarios tanto o más de lo que gastan en sistemas militares, un mensaje que seguramente le granjeó, si cabía, más rechazo personal de Donald Trump. 

Por cierto, ¿se fue? Trump, pero el mundo sufre todavía a algún que otro Bolsonaro. El presidente brasileño, que no ha hecho mucho por vacunar a su pueblo, acaba se hacerle más expedito el camino de las armas. ¿Serán más sanadoras, para la sociedad, las pistolas que las jeringuillas?

Son los contrastes del homo sapiens; ahora mismo, colocamos otro ingenio explorador en Marte para buscar añejas señas de vida, pero parece que sabemos poco del planeta que pisamos y mucho menos de nuestra propia especie. ¡Cuánto nos castigó la pandemia en 2020 y, sin embargo, este año aumentamos el presupuesto mundial para matarnos, o sea —para escribirlo más «bonito»—, el militar!

Trump, el fantasma recurrente

Un reporte del sitio web Sputnik —citando el informe de la consultora británica Deloitte— ubicaba en 2,8 por ciento el crecimiento interanual mundial en el sector «de la defensa», a pesar de lo que cueste, en dólares y en vidas, una pandemia bastante irreverente con las jerarquías geopolíticas.

Resulta que las cinco mayores empresas de armamento del mundo —Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, Raytheon y General Dynamics— son norteamericanas y solo en el año 2018 vendieron 148 000 millones de dólares para que terceros actores internacionales se disparen con mayor precisión. Hay más, por supuesto, en las arcas de Sam: si a estas cinco se suma el resto de las compañías estadounidenses en el ranking de las 100 más poderosas del ramo, en ese año de referencia facturaron 246 000 millones, según recogió un reporte del Instituto Internacional de Estudios para la Paz (SIPRI), citado por DW.com.

La muy estadounidense adicción a las armas no tiene que ver solo con nostalgias por el viejo Oeste ni con la Segunda Enmienda constitucional, que parece escrita a la vera de un revólver, sino con otra extensa realidad: además de los arsenales internos, tanto castrenses como domésticos, Washington tiene tropas en más de 500 bases en una treintena de países.

El desenfreno mundial por las armas no es nuevo. Por los mismos días en que, fondeado en Guam, el Theodore Roosevelt parecía un hospital de campaña, el SIPRI informaba que el gasto militar de 2019 —1,9 billones de dólares— representaba un 3,6 por ciento de incremento contra 2018, el mayor salto en una década.

Todo depende de a qué se dedique, en cuerpo y «arma», un Gobierno dado: a priorizar en su presupuesto dinero para matar o recursos para sanar. Antes de ¿irse?, Donald Trump intentó envenenar las grandes partidas estadounidenses para el año fiscal 2021, cosa que no logró del todo por la cerrada división política en ese Capitolio al que, casi literalmente, intentó «darle candela».

Marciano él mismo, y de los agresivos, lunático menguante o creciente, según vaya la noche, Trump quería gastar más en exploración espacial para que en 2030 Estados Unidos alcanzara el planeta rojo y regresara a la luna, pero la salud, la educación, la naturaleza y la ayuda exterior verían menguadas sus finanzas. Claro, ahora están por ver las cifras definitivas que ponga en la mesa el Gobierno de Joe Biden y su Capitolio, baluartes actuales de un sistema diseñado para prosperar en la guerra, la presión, la amenaza y la rapiña, a costa de otros.   

Competencia mortal

Por lo extensa, la carrera armamentista se ha tornado maratón. Por ejemplo, si bien su gran baza es el comercio, China no pierde de vista la huella de bota de su rival estadounidense y ha anunciado —según un reporte del sitio ruso Sputnik— un presupuesto defensivo 6,6 por ciento mayor que el del año previo.

India refuerza su Ejército y Japón —sereno durante décadas tras el dolor de sus dos cicatrices nucleares— suma ya siete récords anuales consecutivos de incremento en su cartera bélica, pero los planes que mejor emulan, en dinero, armas e intenciones, la marcha de Washington son los de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que, del año pasado al actual, aumentó en 5 por ciento su presupuesto militar y no deja de perorar sobre la «amenaza rusa». María Zajárova, portavoz de la Cancillería de Moscú, desnudó el cinismo: «Actualmente, los gastos militares del bloque superan en 20 veces los gastos similares de Rusia».

A estas alturas, pocos desconocen la más reciente «arma» del arsenal ruso: Sputnik V, vacuna que sufrió recio bombardeo mediático pero, al cabo, emergió triunfante y solidaria en el vasto frente contra la pandemia. Con todo su historial y poderío bélico, Rusia desvía gastos a programas sociales y económicos, al punto de que planea reducir su presupuesto militar, al menos un 5 por ciento, entre 2021 y 2023.

Dado la «fijación» con su país, la Zajárova llegó a comentar dudas «sobre el estado de salud de la Alianza Atlántica». En ese criterio, la activa vocera encontró una coincidencia singular, pues nada menos que el presidente francés, Emmanuel Macron, hizo hace un tiempo un diagnóstico ya célebre: la OTAN padece «muerte cerebral» porque, al interior del bloque,  no hay coordinación estratégica —impulsos nerviosos, diría la medicina— entre Estados Unidos y el resto de los aliados.

En medio de la macron-polémica armada por el mandatario galo, el secretario general de la Alianza, Jens Stoltenderg, declaró eufórico que el aumento acumulado de los gastos de defensa para finales de 2024 alcanzará los 400 000 millones de dólares. ¿Cuántas salas de cuidados intensivos pudieran montarse con ese dinero? No, Stoltenberg no lo ha dicho.

El poderío aparente

Es cierto que la humanidad también cuenta con «almas de precisión» para pelear por sí misma. En plena pandemia, la Oficina Internacional de la Paz, considerada la organización pacifista y antimilitarista más antigua, emprendió una campaña para exigir que las potencias dediquen su astronómico presupuesto militar a programas de salud.

En su comunicado al respecto, señaló que «el G20 es responsable por el 82 por ciento del gasto militar mundial, representa casi todas las exportaciones de armas y tiene en su territorio colectivo el 98 por ciento de las bombas nucleares del mundo». ¡Casi nada!

Aunque hombres como Donald Trump lleven a Marte la prepotencia terrestre, lo cierto es que no tenemos, de momento, un planeta ni una civilización B. O apuntamos bien y tiramos a curar, con medicinas, o no escaparemos del «daño colateral». Recuerden cómo el «pequeño» SARS-CoV-2 se lanzó al abordaje del portaviones Theodore Roosevelt y sometió mucho más que al capitán y al exjefe de Marina.

El poder no es toda la fuerza: los virus no se impresionan ante los coronasheriffs que piensan que, cargados de balas —hasta de supositorios—, van a librarse de enfermar y morir en un planeta aún azul, en el «Oeste lejano» de una galaxia.

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