Infinidad de medios de prensa pifiaron en sus titulares. «Donald Trump firma una nueva política exterior hacia Cuba», publicaron a los cuatro vientos.com ignorando un detalle importante: no es una nueva política, es la vieja, la más rancia y fracasada. La que jamás les dio resultado ni tiene pintas de hacerlo. A tal punto lo es que el Presidente de Estados Unidos lanzó a la basura añejas caretas al pasar a retiro la lustrada zanahoria de Barack Obama. Este viernes, Trump optó por continuar la política del garrote y el garrote.
Decir que es nuevo que la Casa Blanca no permite el turismo de sus ciudadanos en Cuba, que quiere forzar la salida de un Gobierno rebelde, que pretende cambiar un sistema ajeno que no le agrada; decir que Washington apoya a la disidencia que ha cultivado —de degeneración en degeneración de la Casa Blanca— en verdes surcos de dólares, que es alérgico a los militares cubanos y esquizofrénico con los Castro y que ahora sí está a punto de conseguir una «Cuba libre»… merece todo una fe de erratas. Porque en esa parrafada, la más vieja del mundo, solo faltaron «las maletas».
Una cosa salta a la vista: a cinco meses de su investidura, Donald Trump es un presidente en llamas, acosado y acusado, objetado fuera y dentro de su partido, un pobre multimillonario ahogado en política urgido de lanzar farolazos que desvíen un tanto la atención de su veloz historial de desvergüenza, un mandatario obligado a pagarle a la ultraderecha anticubana en el Capitolio no tanto los votos del ayer —que no le dieron la presidencia, como suele decirse— sino el respaldo en las seguras tormentas del mañana.
Es más que evidente que se ha montado sobre el «legado» de Obama —quien al menos defendió el imperialismo con neuronas— para dar una apariencia presidencial que no alcanza su figura. En ello, quizá más que en el ataque al Obamacare, al pacto con Irán y al Acuerdo climático de París, revertir los avances con Cuba le garantiza que esa prensa que él tanto ha fustigado tenga que hablar de otra cosa que de su probable impeachment.
Claro que, para cubanos y estadounidenses de buena fe, el asunto es más serio que la ocurrencia de un hombre pobremente asesorado. Esta decisión traerá malas consecuencias y llevará a acciones y reacciones que engrosarán los largos folios de un diferendo que presidentes como él no desean terminar.
Donald Trump empleó en su discurso miamense de este viernes una palabra «maldita» para el diálogo que dice convocar. Cuando dijo «retar» a Cuba a sentarse a la mesa con un mejor acuerdo, en la Isla casi todo el mundo pensó en el mulato inmenso que, frente a intenciones parecidas, declinó en Baraguá sentarse en la hamaca enemiga. Así no…
No puede adornarse mucho: este discurso le añadió unas cuantas millas al largo camino de la normalización de relaciones bilaterales. Contra el lento deshielo que estaba en vigencia, Trump optó por un recongelamiento inaugurado en términos burdos, a la medida del segmento jurásico de la comunidad cubanoestadounidense asentada en La Florida y sentada en el Congreso.
Cuba encontrará obstáculos, pero sabrá sortearlos; tampoco eso es novedad. Al otro lado del iceberg que intenta plantar Trump en el estrecho de La Florida también habrá daños porque el cacareado defensor del empleo quiere borrar de un plumazo miles de plazas de compatriotas suyos beneficiados por el acercamiento, y esfumar millones de dólares en bolsillos de aquella economía.
Aunque ello no es una hazaña, los números saben más que Donald Trump. El Centro de Investigaciones Pew ha señalado que el 75 por ciento de los estadounidenses apoyan la menos beligerante política anterior hacia Cuba. Con su decisión, el magnate demuestra la clase de presidente que es y deja muy claro dónde está la dictadura. Hace falta que los medios de prensa del mundo acierten en sus titulares a la hora de escribir qué hará Cuba con la flamante firma de Trump.