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Ahogados por un mal mediterráneo

Anonadada por el caos migratorio frente a sus costas, Europa reacciona a un problema que no está precisamente en el agua: debió atajarse antes y exigirá mucho tiempo, recursos y concertación

Autor:

Enrique Milanés León

No se llamaba Princesa, pero cuando en agosto de 2014 llegó sin sus padres a la costa de Tarifa, en Cádiz, en una lancha de juguete, los trabajadores sociales españoles decidieron ponerle ese nombre, tal vez por sus vivísimos ojos negros que miraban todo con la majestad del mar Mediterráneo, que ella, sin saber, sin querer ni poder,    acababa de atravesar milagrosamente por su punto más angosto. Entonces, Princesa tenía diez meses.

El caso de esa niña llegada de Marruecos está lejos de ser aislado. En su tránsito irregular al Primer Mundo por el litoral meridional de Europa, miles de seres sufren tragedias desgarradoras. Solo en los últimos 15 años, 23 000 inmigrantes murieron allí en el intento de vivir mejor.

A menudo esas personas son cifras de un día que caducan en el próximo naufragio, pero la escalada de las últimas semanas —que apunta a que el año 2015 rebase ampliamente los 260 000 inmigrantes ilegales rescatados en Europa durante 2014— ha despertado, por fin, la atención general de los políticos del continente. ¿Alcanzará con eso?

El primer ministro italiano Matteo Renzi, uno de los estadistas regionales más activos frente al problema, solicitó una reunión de líderes de la Unión Europea (UE) que, al cabo, acordó triplicar el presupuesto para la operación de vigilancia marítima Tritón (ahora tendrá nueve millones de euros mensuales), explorar una misión civil y militar para destruir las embarcaciones de los traficantes de personas y estudiar un proyecto de reasentamiento de los inmigrantes «con derecho a protección» mientras los que desafían el mar por razones económicas —la mayoría— serán devueltos con la mayor celeridad posible.

Italia tiene razones para liderar las acciones —aún insuficientes— en el Mediterráneo y pedir más ayuda a los vecinos: su isla de Lampedusa está a solo 290 kilómetros de Libia, de modo que los traficantes de personas —que no cobran menos de un millar de dólares por «pasajero»— han hecho un trillo de sueño y sangre sobre sus olas.

Durante el año pasado, 170 000 personas llegaron en naves precarias a territorio italiano y al menos 3 400 terminaron el viaje en el oscuro «espigón» de la muerte.

Si bien en los últimos días se produjeron reacciones y hasta la alta representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Federica Mogherini, exigió medidas inmediatas tanto a nivel de Unión como de Estados miembros, la morosidad fue la norma hasta que los muertos parecieron salirse de los noticieros y amenazar con llegar a las «rubias» playas del continente «de arriba».

Hace muy poco, la portavoz de la Comisión Europea, Natasha Bertaud, señaló que ese organismo no tenía «ni el dinero ni el apoyo» para operaciones de búsqueda y rescate.

Rescate en cámara lenta

Gauri Van Gulik, directora adjunta del Programa para Europa y Asia Central de la organización humanitaria Amnistía Internacional (AI), criticó recientemente que Europa, basándose en el argumento fallido de que esas operaciones tenían un «efecto llamada» que atraía a más migrantes, redujera su capacidad de búsqueda y rescate.

La directora adjunta de AI es una de las que había llamado a coordinar una operación con, al menos, los mismos recursos que la Mare Nostrum, que entre el 2013 y el 2014 salvó a unas 155 000 personas, con un presupuesto a razón de nueve millones de euros al mes. Tritón, su dispositivo sucesor, ha dedicado su más modesto «tridente» a cuidar fronteras propias, no a preservar personas ajenas.

Abundan las críticas. Judith Sunderland, subdirectora en funciones para Europa y Asia Central de la ONG Human Right Watch, ha apuntado que «el insoportable número de vidas perdidas en el mar seguirá creciendo si la UE no actúa ahora para garantizar operaciones de búsqueda y rescate». La funcionaria considera que el imperativo es «salir ahí y salvar vidas», al margen de las medidas a largo plazo.

Zeid Raad al-Hussein, alto comisionado de la ONU para Derechos Humanos, sostiene que es «intolerable la idea de barcos fantasmas enfilados con piloto automático hacia las costas de Europa con la esperanza de que los guardias costeros los rescaten, y la visión horrorosa de hombres y mujeres desgarrándose la piel en cercas de alambre de púas en un intento desesperado, y a veces letal, por llegar a Europa para buscar una vida mejor y sin violencia».

Aunque otros manejan estimados inferiores, según AI la negligencia de los Gobiernos europeos ha ayudado a que, desde inicios de este año, las muertes de inmigrantes y refugiados se hayan multiplicado por más de 50 veces.

Pronósticos del tiempo

Gauri Van Gulik ha formulado la pregunta que se hace media humanidad: «¿Cuántas personas más tienen que morir para que los Gobiernos europeos reconozcan que, para las operaciones de búsqueda y rescate, no se puede depender de unos recursos hechos a retazos?».

Las alertas son más amplias. A fines del año pasado, en palabras al Parlamento Europeo, el Papa Francisco pidió a Europa una política inmigratoria unificada y justa y recordó que «los miles de refugiados que llegan a sus costas necesitan aceptación y ayuda, no políticas egoístas que generan conflicto social y ponen vidas en peligro».

El Papa llamó a impedir que el Mediterráneo se convierta «en un vasto cementerio». Ante el macabro saldo de ahora, hay que decirlo: el Santo Padre no fue escuchado.

Los pronósticos para ese mar preocupan tanto como sus ahogados. Maurizio Albahari, profesor de la estadounidense Universidad de Notre Dame en South Bend, Indiana, considera que «el Mediterráneo seguirá siendo un espacio con mucho tráfico y mortal», mientras que el mismísimo Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, ha convocado a evitar que las tragedias lo conviertan en «un mar de miseria».

La culpa y la mirada

Hay cosas evidentes: una es que el despliegue militar que se ha dejado entrever no aportaría una solución verdadera porque, si algo sobra en los países emisores de migrantes, son las armas; otra, que la crisis —surgida en buena medida porque pueblos históricamente despojados viven justo enfrente de la «vidriera» primermundista—, debe resolverse ante todo actualizando en la UE las políticas de admisión migratoria ordenada, respetando soberanías y apoyando el desarrollo pacífico de los otros para que también los países pobres ofrezcan a todos sus ciudadanos dignas oportunidades de vida que estimulen la permanencia.

Cabría preguntar: ¿quiénes jugaron con el «clima» de los pueblos e inventaron o respaldaron «primaveras» que solo plantaron caos? ¿Quiénes fueron, por ejemplo, los poderosos «amigos» de Muammar al-Gadaffi que un día concertaron desde afuera eliminarlo y, con ello, convirtieron un país de alto estándar en África en un núcleo del violento tráfico de seres humanos? ¿Cuánta guerra inmigró antes, allí donde emigran las personas?

Las buenas imágenes «hablan» todos los idiomas. Mírese una instantánea en la valla fronteriza de Melilla, la ciudad autónoma española que, ubicada en África, limita con Marruecos. En ella, el fotógrafo y activista español José Palazón nos dejó ver, en octubre del año pasado, a una docena de inmigrantes encaramados en la cerca mientras dos personas «de otro mundo» juegan al golf sin inmutarse.

Los ilegales pasaron 12 horas colgados en la cerca. Palazón ha contado que al anochecer, en diez minutos, la Guardia Civil logró despejarlos: apagaron las luces, se escucharon voces y gritos y, cuando las encendieron, no quedaba nadie.

Cada vez el mundo se parece más a esta foto: los ricos disfrutan y hasta derrochan indiferentes a los pobres, que apenas sueñan con vivir.

Seguramente, en sus casas, las golfistas no comentaron la suerte de aquellas especies de aves del dolor posadas en la alambrada. Los ricos, que gustan de temas más «pijos», podrían hablar, por ejemplo, de esos cruceros bellísimos que surcan el Mediterráneo, las carísimas naves que no puede abordar una Princesa solo de nombre —como la niña que dio inicio a este relato—, los barcos de ensueño que cada día, en esas aguas, tienen más posibilidades de tocar con su blanquísima quilla la mala suerte de un muerto desconocido.

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