PUERTO PRÍNCIPE, enero 30.— Las imágenes de Puerto Príncipe son aún dramáticas, y lo serán por algún tiempo, pero luego de casi tres semanas del terremoto, los pobladores se aferran a su espíritu de subsistencia y la ciudad intenta volver sobre sus pasos.
Aunque el panorama está repleto de escombros y muchas otras escenas deprimentes, la dinámica de vida que tuvo la urbe antes del sismo ofrece algunas señales.
Los bancos que quedaron en pie abrieron sus puertas para reiniciar sus operaciones, en especial la entrega de las remesas recibidas por transferencias en los días posteriores a la catástrofe, que permanecían congeladas en sus computadoras.
«El 25 por ciento de los bancos nacionales depende de las personas que están en la diáspora, y se comienzan a recibir estas transferencias», comentó a Prensa Latina una fuente gubernamental de alto rango.
Según el funcionario, que habló en condición de anonimato, a pesar de los grandes daños ocasionados por el sismo, a causa de los cuales algunas sucursales quedaron destruidas, las instituciones financieras no están en peligro.
«El Banco Central tiene todo bajo control, de ahí que el gobierno decidiera autorizar la apertura de los bancos», afirmó la fuente.
En su opinión, se trata de buscar a toda costa que al país entren recursos financieros, por ello se autorizó a la aduana y a la dirección general de impuestos a trasladarse a nuevos edificios. La oxigenación de la banca se añadió a cierta organización que comenzó a apreciarse en Puerto Príncipe.
Camiones cisterna cargados de agua aparcan en las inmediaciones de los grandes asentamientos humanos que emergieron en plazas y parques, y la población acude en busca de su balde cargado del preciado líquido con menos estado de desesperación.
Activistas de la Cruz Roja haitiana recorren estos predios para ayudar a las personas que tengan familiares desaparecidos y añoren un nuevo encuentro con ellos.
Mediante este servicio, es posible localizar a individuos que hayan salido de la capital en busca de nuevas oportunidades, y sobre todo de un espacio donde a la tierra no se le ocurra temblar una vez más con tanta intensidad.
Las entradas de los hospitales dejaron de ser hervideros humanos reclamando la atención urgente de familiares, amigos o simplemente víctimas del sismo encontradas a su paso, muchos de ellos con abismales heridas o extremidades a punto de ser amputadas.
El escenario ahora en los centros de salud es otro. La mayoría de los pacientes que permanecían en los pasillos, identificados por hojas de papel con sus generales pegadas a las paredes, ya fueron trasladados a salas.
Empresas constructoras reanudaron su rutina. Algunas de ellas dedicadas a la reparación de edificaciones que aún admiten remiendos. Otras dan continuidad a obras que el sismo sorprendió a medio terminar, pero que salieron ilesas de sus sacudidas.
La reanimación del tráfico vehicular también es una señal, con los habituales congestionamientos, que obligan a los choferes y pasajeros a pasar horas en la vía para recorrer unos pocos kilómetros.
El gobierno labora en condiciones de campaña. Como la inmensa mayoría de las edificaciones públicas fueron destruidas, los ministros y asesores trabajan en improvisados puestos de mando, desde donde intentan recomponer el funcionamiento de las instituciones.
A una buena parte de las carteras del Ejecutivo le fueron trastocadas sus misiones, ya que ahora todos están orientados a salvar al país de la tragedia.
Por ejemplo, al secretario de Alfabetización, Carol Joseph, el presidente René Preval le orientó echar a un lado temporalmente las tareas educativas y dedicarse a la atención comunitaria de Carreffour, donde ocurrió el epicentro del terremoto. La historia se repite en otras instituciones.
La distribución de la ayuda humanitaria que llega del exterior sigue siendo un verdadero caos. Cargas de varios países escoltadas por efectivos de la Fuerza de Estabilización de la ONU en Haití (MINUSTAH) y soldados de otros países, aparcan cual juego de azar en puntos de la capital y abren la piñata cual operación de sálvese quien pueda. Y es que, además, la contribución internacional está aún muy por debajo de las necesidades del país.
Se estima que un millón 110 mil personas perdieron sus viviendas, y el gran desafío es darle una vida lo más decorosa posible a ese universo poblacional. Varias opciones se barajan, entre ellas la habilitación por el Estado de campamentos en la periferia de la capital, donde dispondrían de servicios comunitarios, escuelas, centros de salud, pozos de agua, baños en cada bloque, y un sistema de drenaje para que no se inunden con las venideras lluvias.
Claro está, la inmensa mayoría de los planes dependen de los recursos financieros de que disponga el gobierno, y el grueso proviene de la ayuda internacional, que de languidecer, sería para Haití como un nuevo sismo.