¿Por qué tenemos sexo los seres humanos? Por placer, para conservar la especie, curiosidad, aventura, conjurar el estrés, olvidar fracasos... Y siempre hay quien lo define como el hobby más antiguo y no necesita otro incentivo para practicarlo
El sexo no responde a si está bien o mal lo que hago, sino a la duda existencial de quién soy mientras lo hago.
Valerie Tasso
¿Por qué tenemos sexo los seres humanos? Por placer, responde la mayoría. Para conservar la especie, dice otro grupo. Curiosidad, aventura, conjurar el estrés, quedar bien con el grupo y olvidar fracasos son razones comunes, y siempre hay quien lo define como el hobby más antiguo y no necesita otro incentivo para practicarlo.
Cuando pregunto «¿Y por amor?», un gran por ciento reacciona consternado: “¡Ah, claro, por amor. ¿Cómo no se me ocurrió antes?”. Pero no falta quien se resista a unir ambas experiencias, porque «no siempre comemos con hambre ni dormimos al caer la noche».
A partir de la adolescencia creemos saber bien lo que nos corresponde como seres sexuados en cada etapa de la vida. Desde una perspectiva cultural y biológica inoculada desde la cuna juzgamos al resto de los mortales y sopesamos ventajas a la hora de tomar decisiones: dejarnos seducir o elegir pareja (para esta noche, este mes, toda la vida), propiciar el coito o quedarnos en preliminares, protegernos o confiar en la suerte, hablar o fingir ignorancia...
El modelo civilizatorio occidental pretende ser muy abierto en materia de sexualidad, pero en la práctica sabemos sobre este asunto quizá un décimo de lo que sabemos sobre Física Cuántica, aun cuando estemos mejor equipados naturalmente para probar la existencia y utilidad del primero.
¿Adónde fue a parar el erotismo refinado durante miles de años? ¿En qué momento empezó a importarnos más la censura del cuerpo ajeno que el disfrute y reconocimiento del propio? ¿Cómo mitos y prejuicios logran acallar nuestros sentidos a la hora de intercambiar fantasías y fluidos?
Nadie conforma una respuesta sin llenarse de nuevas interrogantes, pues nada se teme más que «gozar» del sexo por años, incluso décadas, sin develar su magia, supuestamente escondida en ciertas habilidades de las que todo el mundo habla, pero no pueden confirmarse hasta vivenciarlas en carne y espíritu propios.
¿Tenemos sexo para perpetuarnos? Por ahora sí, pero no veo el enamoramiento como falacia biológica para garantizar la continuidad del ADN de una especie, como me aseguraba hace poco un joven biólogo. Con las perspectivas de la moderna reproducción asistida ya casi podemos decir adiós a esa excusa, al menos a nivel global, y aún así persistirá el instinto de trascender en ese acto misterioso de fusión corporal.
Hoy también el placer tiene barra abierta en el mercado de la imaginación. Cada vez se necesitará menos de un «otro» para lograr orgasmos a la carta, pues la tecnología proporciona artefactos para satisfacer los más íntimos anhelos… Hasta los que no teníamos y la publicidad se encargó de implantar en nuestro cerebro.
Esa descarga de dopamina, vasopresina y otras sustancias neuroquímicas con que nos premian las mejores caricias pueden generarla juegos virtuales, audiodescripciones hipnóticas, esencias embotelladas, muñecas de silicona y hasta robots entrenados para complacer, sin olvidar métodos tradicionales como los deportes extremos.
Tal suerte de sinestesia emocional, de cierto modo anclada en el miedo a constatar cuán frágiles somos en el vasto universo, solo retarda el hallazgo de un sendero que precisa de dos (al menos dos), para lograr una adecuada resonancia espiritual a la par que física.
Quien ya encontró esa clave no se resigna a vivir el sexo como simple gimnasia o desahogo físico. Quien no la conoce aún sueña con ella, tal vez desde el inconsciente, y se aferra a pretextos o rutinas para no desistir de ese presentimiento. Bien se sabe: mientras hay deseo, hay vida y mientras hay vida, hay esperanzas.