Ofrecemos una primera aproximación al controvertido texto Antimanual del sexo, publicado en 2007 para desmontar algunas de las numerosas falacias que condicionan la sexualidad humana
Una palabra no dice nada, y al mismo tiempo lo esconde todo. Carlos Varela
Las palabras no son inocentes; llevan implícito algo más que lo que significan. Así lo ve la sexóloga francesa Valerie Tasso, autora de un controvertido Antimanual del sexo, publicado en 2007 para desmontar algunas de las numerosas falacias que condicionan la sexualidad humana.
Hoy ofrecemos una primera aproximación a tan interesante libro, compartiendo su indagación sobre la etimología (origen) y la semántica (sentido) de muchas palabras que empleamos para poblar el universo erótico.
«Los términos con connotaciones despectivas siempre implican una condena moral a la práctica que representan, y por tanto es doble la humillación que implica ese prejuicio: en palabra y en obra», dice esta autora, quien ha vivido muchos años en España y domina bien nuestro idioma.
Como ejemplo de su afirmación Valerie analiza el vocablo deseo y su pariente, desidia. Ambos vienen del verbo latino desideo: vagar ocioso, ver pasar las cosas sin intervenir, una actitud que es considerada moralmente reprochable. Lo mismo ocurre con la variante francesa désir, que proviene de desiderare: contemplar los objetos luminosos del cielo.
Esa exaltación negativa al deseo se duplica cuando es el femenino: como al útero le llamaban hystera en griego, en el siglo XIX se decía que las mujeres supuestamente virtuosas que «padecían» ardores pasionales eran histéricas. Más tarde el nombre cambió por el de ninfómanas, que significa furor uterino, y se aplicó sobre todo a las que ejercían el sexo fuera del matrimonio. Los hombres que se aficionaban demasiado a estas mujeres eran catalogados como ninfoleptos, con lo cual se dejaba claro que el ardor femenino era una patología contagiosa.
Según la autora citada, también se usan en plan de crítica los términos tabú (de origen polinesio, significa no tocar) y preliminares (lo que pasa antes del umbral o liminaris), empleado este último para restar valor a los juegos sexuales, como si solo sirvieran de paso previo a lo importante: la entrada o traspaso del umbral.
Valerie hace notar otra tendencia interesante del lenguaje, y es que muchas palabras describen lo relativo al sexo desde la práctica masculina e ignoran su lado femenino. Al término masturbarse se le achacan dos posibles orígenes: manu stupare (forzarse con la mano) y manu turbare (turbarse con la mano). Esta ambigüedad latina lo coloca semánticamente entre la condena y el gozo, pero su propósito etimológico es claro en cuanto al uso de la mano para acariciar el pene, sin referencia a los dedos que exploran el clítoris o la vagina.
Por eso en el siglo XX se empezaron a usar otros vocablos como autoerotismo, ipsación y quiroestasia, más neutrales en cuanto a sexos biológicos y más abarcadores en los posibles objetos que se podrían emplear, pero también con intención de remarcar la soledad de esas caricias, como si no debieran involucrar a otras personas.
Lamentablemente esto se ha interpretado como exclusión de la pareja en su disfrute. De ahí que muchos varones jamás hayan visto en persona cómo una mujer se acaricia hasta provocarse orgasmos, con lo cual ambos han perdido un importante aprendizaje erótico.
Derivado del latín iaculatorius (del verbo iacere, lanzar), el término eyaculación tiene un origen religioso, pues se asocia a las jaculatorias u oraciones breves y fervorosas que normalmente se realizan mirando al cielo. La queja viene cuando el ejaculatio ocurre ante portas o intra portas (antes o entrando por las puertas), en obvia alusión a que muchos preferirían demorar un poco más su «rezo» luego de atravesar tales «puertas».
El fornicio, intercurso o penetración vaginal, única práctica aprobada por la moral conservadora, es sobre todo conocida por el nombre de coito o coitus (del prefijo co, unidad, y el participio pasado itus del verbo iré, partir). Así se enfatizaba la obligación de irse o terminar juntos, no para defender la supuesta conveniencia del orgasmo simultáneo (el placer femenino no contaba entonces) sino para dejar sentado que tras la eyaculación todo debía terminar para ambos.
Por cierto, sexus es el participio latino en pasado de secare, que significa cortar, seccionar, y se emplea en alusión al momento en que los seres andróginos fueron cortados en dos mitades, las que desde entonces tratan de identificarse mediante el acoplamiento sexual, según el mito ideado por el sabio Platón.
Y hasta aquí este intento de complacer nuestra libido sciendi o avidez de conocimientos, como la llamaba el sabio cristiano Agustín de Hipona, quien también describió la libido dominandi o deseo de poder, y la libido sentiendo o deseo de sentir (sobre todo placer carnal), tres «ocios» que han marcado la naturaleza humana y sus destinos desde tiempos inmemorables.