El mal uso de las contraseñas es actualmente uno de los problemas más preocupantes en nuestra cada vez más virtual vida
Una contraseña de apenas ocho ceros seguidos (00000000) pudo haber decidido los destinos de la Humanidad durante casi 20 años, pues así de simple era la clave que le permitía a los presidentes estadounidenses lanzar misiles nucleares entre 1960 y 1977.
El código, llamado PAL —Permissive Action Link (Dispositivo de seguridad de armamento), por sus siglas en inglés—, fue introducido por el presidente John F. Kennedy en 1960 para prevenir un lanzamiento no autorizado de misiles nucleares, reveló recientemente un reportaje de la cadena de noticias BBC.
Junto a esa clave existía un segundo sistema de seguridad de doble llave para asegurar una decisión conjunta, de manera que nadie pudiera lanzar el primer misil solo, aun cuando recibiera la orden presidencial, pues debían coincidir los dos oficiales que se encontraban de guardia.
Sin embargo, ni los distintos presidentes que se sucedieron después de Kennedy, ni siquiera los secretarios de Defensa, los segundos que debían estar informados de la situación, sabían que la clave tan simple de una combinación de ceros se debía a que los generales del Mando Aéreo Estratégico en Omaha, al decidir instalar la contraseña, se inclinaron por una muy simple, pues valoraron que el riesgo de olvidarla era mayor al de un lanzamiento no autorizado.
Así, durante casi 20 años, la clave secreta que decidía el lanzamiento de más de mil misiles de largo alcance Minuteman, fue tan simple que hasta un niño pudiera haberla descifrado.
Poner contraseñas sencillas no es solo un error de grandes generales, sino que se ha convertido en una práctica común en el mundo de la informática, donde la información que queremos proteger, si bien no decide el destino del planeta, a veces sí puede influir mucho en el propio.
Cuentas de correo electrónico, en redes sociales, en la propia computadora, sin olvidar las de tarjetas de crédito, del banco, de salario, las de combustible y hasta la del teléfono móvil, todas dependen de una clave secreta que a veces es ridículamente simple.
Un estudio internacional realizado por varias empresas de seguridad informática coincidió en que el código más usado en el mundo es increíblemente la combinación de números 12345.
A esta les siguen las letras q, w, e, r, t, y, nada más y nada menos que las seis primeras letras de izquierda a derecha en la fila superior de los teclados convencionales.
Otras variantes muy usadas son las de poner el nombre de la persona al revés, el de una persona cercana, la fecha de nacimiento propia o la de alguna ocasión especial.
La lógica que siguen los internautas, según los expertos, es que quien desee averiguar la clave tendría primero que conocer datos personales que a veces no están al alcance de otros. Sin embargo, olvidan algunos detalles sumamente importantes.
En primer lugar, si se trata de fechas simbólicas o nombres referenciales, a quien desee explorar el mundo virtual de otra persona, simplemente le bastaría muchas veces con entrar al perfil de él o ella en redes sociales como Facebook donde quizá encontrará muchos de estos datos.
Además, los piratas informáticos expertos en romper claves saben que casi todas las personas utilizan el mismo nombre de usuario que tienen en su dirección de correo electrónico, y que para no olvidar la contraseña replican esta o apenas le hacen variaciones en los diferentes servicios, desde el email hasta la tarjeta de banco.
Además, los programas informáticos creados para desentrañar las combinaciones, de los cuales algunos pueden hasta descargarse gratuitamente de Internet, lo primero que hacen es escanear las posibles combinaciones de números, después las de letras y les es más difícil intentar desentrañarlas cuando se entrelazan.
De ahí que mezclar letras y números es la solución más segura, porque se juntan dos sistemas de clasificación, lo cual amplía mucho las combinaciones. Si a eso le agregamos el truco de intercalar símbolos como #, %, & o $ entre los caracteres, tendremos una contraseña de entre seis y ocho dígitos (lo recomendado como seguro) y que a la vez será relativamente fácil de recordar, pero complicada de descifrar.
Para no repetir los diferentes passwords y a la vez no olvidarlos, lo más recomendable es anotarlos y almacenarlos en un lugar seguro. La simple lógica indica que es mucho menos probable que alguien entre en una casa o fuerce una gaveta para robar ese documento, a que penetre por la red o sentándose frente a una computadora en nuestra vida virtual.
Como las claves altamente seguras, como los códigos aleatorios que proporcionan algunos sitios bancarios son muy difíciles, por no decir imposibles, de recordar, lo lógico es tenerlas escritas en un documento de texto, que se usará para almacenar las contraseñas de todos los servicios personales.
Los expertos aseguran que es más fácil recordar una sola secuencia que proteja ese documento, que todas las que contenga dentro. Ese texto puede tenerse impreso y bien guardado en casa, o en una memoria flash ajena a la computadora, o en ambas para mayor seguridad.
Aunque algunos crean que estas precauciones son exageradas, y que por su poco acceso a servicios informáticos como Internet o correo electrónico están ajenos a estos problemas, basta echar un vistazo a nuestro alrededor para darnos cuenta de que las contraseñas ya están en casi todo el ámbito y hasta en las más disímiles edades o profesiones.
Hasta los jubilados muchas veces cobran con una tarjeta magnética, cuyo código en no pocas ocasiones lo guardan junto con ellas, exponiéndose a un extravío de ambos que puede ser fatal.
Algo similar sucede con quienes cobran de esa forma su salario, tienen una cuenta en el banco, o los choferes que poseen una tarjeta de combustible.
Otros, en cambio, poseen celulares donde guardan no poca información personal, acceden a cuentas de correo o tienen una computadora personal donde descansan, cuando menos, buena parte de sus recuerdos.
No es menos cierto que los sitios, ya sean virtuales o físicos, donde se requiere introducir una combinación, han ideado otras barreras para comprobar la autenticidad y hasta salvaguardarse de posibles delitos, que van desde tomar la chapa al que usa una tarjeta de combustible, hasta mandarle un mensaje de texto al móvil cuando alguien utiliza una tarjeta de crédito, como sucede en otra partes del mundo.
Sin embargo, esos sistemas dependen ante todo de las buenas prácticas de los usuarios, o sea, nosotros mismos, y de la cultura cada vez más necesaria de interacción con ese otro yo virtual que cada vez más nos rodea.
Las claves son un signo y un dilema de nuestra vida cotidiana. Aprender a protegerlas y salvaguardarlas de curiosos es, por ende, una necesidad de todos.