Parecía que el sueño inducido por un grupo de fármacos, conocidos como barbitúricos, era la solución para capotear el insomnio y el estrés. Pero la carrera codiciosa que desataron grandes compañías farmacéuticas solo dejó a esas «medicinas» el amargo sabor del peligro
Como parte de su instinto de conservación, el ser humano siempre ha tenido el afán de desafiar cualquier tipo de sufrimiento como el insomnio, el estrés o algún padecimiento psiquiátrico. A la altura del siglo XIX ese propósito era apenas una ilusión: fue el momento en que se comenzó a transitar por los caminos de la química aplicada a la farmacología.
En ese sendero apareció el alemán Adolf von Baeyer (1835-1917), destacado investigador, que en 1905 fue galardonado con el Premio Nóbel por su contribución a la Química Orgánica. Previamente, en 1864, había logrado sintetizar por primera vez la malonilurea, conocida también como barbitúrico.
El origen de la palabra «barbitúrico» es obra del mismo Baeyer. El término ha llegado a nuestros días y su nacimiento tiene dos controversiales hipótesis. Para algunos fue inspirado en una historia de amor (Bárbara era el nombre de una amiga sentimental del químico); mientras que otros aseguran que el día del descubrimiento (4 de diciembre de 1864), Baeyer fue a celebrarlo en una taberna próxima a su casa. El lugar era frecuentado por oficiales de artillería que festejaban a su patrona: Santa Bárbara.
Más allá de cualquier hipótesis, lo cierto es que el nombre Bárbara sumado a la palabra urea —uno de los componentes de la sustancia—, formaron parte de la nueva designación.
En 1904 el químico Emil Fisher (1852-1919) y el farmacólogo Josef von Mering (1849-1908) estudiaron las propiedades hipnóticas de los barbitúricos (la capacidad de producir sueño). Gracias a ellos salió al mercado un fármaco bautizado como Varonal.
El esplendor del medicamento no se hizo esperar. Importantes compañías farmacéuticas otearon la oportunidad de enriquecerse. El «milagroso remedio» era capaz de tener efectos sedativos y anticonvulsivantes. También lograba calmar a los pacientes maníacos e inducía el sueño en enfermos melancólicos y con insomnio.
El auge traía aparejado una explosión y desarrollo de muchos compuestos. En breve tiempo se llegaron a sintetizar cerca de 2 500 principios activos diferentes, todos de la misma familia de los barbitúricos. Sin embargo, solo 50 se introdujeron en el mercado. Y de ellos, no más de dos docenas se emplearon de forma habitual en la práctica médica.
Como consecuencia de las «curas de sueño» (tratamientos de moda destinados a enfermos con trastornos psiquiátricos) estalló un incremento sorprendente y descontrolado del consumo por parte de muchos que buscaban el modo más fácil para enfrentar múltiples achaques de la vida moderna.
Pronto se conoció que provocaban fenómenos de adicción y se hizo notable el riesgo de muerte por sobredosis. El margen existente entre la toxicidad y los niveles terapéuticos resultaba muy estrecho. En varias regiones del mundo se vislumbraba una conciencia en aras de contener la marea de dependencia a los barbitúricos, su uso irresponsable y sin prescripción médica. A pesar de que se promulgaron leyes en diferentes sociedades para regular las ventas, el problema se acrecentaba.
Las compañías farmacéuticas incrementaron aceleradamente la producción de estos fármacos. Solo en los Estados Unidos, en 1936, se vendieron 70 toneladas. El ascenso productivo experimentado fue escalofriante. Baste decir, para que se entienda la trascendencia de las cifras, que en ese país llegaron a fabricarse, cada año, 30 tabletas de barbitúricos por habitante.
Entre las ironías del destino está la posible muerte por sobredosis de los científicos que investigaron los efectos hipnóticos de las malonilureas: Fisher y Von Mering; ambos, rehenes de la adicción.
Ellos no fueron víctimas aisladas: en Nueva York se llegó a reportar la muerte de una persona cada 36 horas, como consecuencia de la sobredosis por barbitúricos.
Una realidad se sumaba a tanta desgracia: algunas muertes no se comprendieron hasta que se describió el «fenómeno de automatismo». Las personas no recordaban haber tomado la dosis habitual del medicamento, y repetían ese acto de consumo una y otra vez, como resultado del efecto amnésico que esa sustancia causaba.
Quizá el desenlace fatal por sobredosis más comentado en todos esos años fue el de la actriz norteamericana Marilyn Monroe, quien naufragó en las angustiosas aguas de la adicción y la depresión. En su certificado de defunción alguien dejó estampado para la posteridad: «envenenamiento agudo por sobredosis de barbitúricos».
El efecto letal de este compuesto fue aprovechado de manera atroz en el país norteño. Combinado con otras sustancias se empleó en la ejecución de prisioneros condenados a muerte.
La CIA, por su parte, hizo experimentos por intermedio de un tal Dr. Cameron, durante la mitad de los años 50. El propósito era desarrollar una técnica de «lavado de cerebro». Con el auxilio de los barbitúricos se pretendía aprovechar el sueño prolongado para forzar a los pacientes a escuchar mensajes propagandísticos. Estas incursiones fueron denunciadas por la opinión pública, que conoció sobre ellas a través de los medios informativos de la época.
Actualmente solo algunos de estos fármacos tienen una indicación y aplicación muy justificadas en la práctica médica. La oscura historia de los barbitúricos muestra lo nefasto que puede ser el uso irracional de los mismos.
Con mucha razón nuestro querido y prestigioso profesor, el psiquiatra Ricardo González, ha calificado a esas sustancias como «drogas bajo piel de cordero», pues son las que «casi nadie reconoce como tal y por eso entran en la vida de las personas como el lobo disfrazado con piel de cordero, listo para acabar con todo en el corral».
Fuente: The history of barbiturates a century after their clinical introduction. Neuropsychriatic disease and Treatment. 2005;1(4).
*Doctor en Ciencias Médicas, especialista de segundo grado en Medicina Interna, profesor titular de la Universidad de Ciencias Médicas de La Habana e investigador auxiliar.