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De barberos y cirujanos

A lo largo de la historia la cirugía ha tenido sus encuentros y desencuentros con la medicina. Esa profesión logró sobrevivir principalmente gracias a los humildes barberos

Autor:

Julio César Hernández Perera

«Eliminar lo superfluo, restaurar lo que se ha dislocado, separar lo que se ha unido, reunir lo que se ha dividido y reparar los defectos de la naturaleza», fueron las funciones que en el siglo XVI le atribuyó a la cirugía el francés Ambroise Paré.

En sus inicios la profesión fue catalogada más como un arte manual que como una ciencia; y no nos extrañemos cuando descubramos la etimología de su denominación: derivada del griego antiguo, significa «trabajar con las manos». Su historia ha recorrido un camino espinoso a lo largo del tiempo. Quizá, el momento más llamativo tuvo lugar cuando se separó de la medicina, algo que en la contemporaneidad resulta inconcebible.

Para contar este episodio estamos obligados a remitirnos a la figura de Galeno de Pérgamo, quien entre los años 161 y 180 d.n.e. sirvió como médico personal del emperador romano Marco Aurelio. Previamente había realizado grandes aportes a la anatomía y fisiología humanas a costa de una intensa voluntad personal en la disección de animales.

Dedicó gran parte de su talento a las capas sociales más pobres y era considerado un cirujano eficaz: quitaba pólipos nasales, reparaba labios con malformaciones congénitas y suturaba eficazmente las heridas de los gladiadores. Practicó la extirpación de la campanilla del paladar, actividad que representó su principal fuente de fortuna. En la actualidad sabemos que ese proceder es irracional, pero esa insólita costumbre gozaba de gran popularidad entre los romanos antiguos.

El prestigio de Galeno resultó notorio; y cuando fue a ocupar su lugar en la Corte imperial se vio obligado a no practicar más la cirugía. En esa sociedad esclavista el trabajo manual era considerado por debajo de la dignidad de un noble.

Pero no puede culparse solo a Galeno de la división entre la cirugía y la medicina. El contexto social en que se desarrollaba el mundo así lo dictaba. La medicina era tratada como una profesión de élites, mientras que la cirugía estuvo circunscrita durante muchos años a los barberos, guardianes de baños, verdugos, castradores, falsos curanderos y médicos falsos.

Se puede asegurar que este último campo del conocimiento logró sobrevivir desde el siglo II al XVI, principalmente gracias a los modestos barberos, quienes ganaron la fuerza y sofisticación que les permitió aportar varios de los grandes cirujanos de la historia, como el ya mencionado Ambroise Paré.

¿Por qué los barberos?

La Iglesia disfrutaba de gran dominio en las sociedades antiguas de Europa. Muchas ramas de la ciencia no escapaban de esa hegemonía. Ante la imperiosa necesidad de asistencia médica apareció la medicina que nacía de los monasterios. Su desarrollo fue de tal magnitud que las actividades de los monjes empezaron a ser, más que todo, profanas. Eran tiempos donde uno de los principales tratamientos eran las sangrías, un proceder donde se eliminaba de manera intencional la sangre del cuerpo y con ello se pretendía «lograr devolver la salud al paciente».

Pero pronto empezaron a aparecer restricciones eclesiásticas y con la promulgación de la bula papal «La Iglesia no derrama sangre», apareció la figura del cirujano-barbero.

Por su profesión los barberos estaban autorizados a entrar en los monasterios, pues en esa época a los monjes les estaba prohibido usar barba y, además, muchas de las órdenes monásticas debían llevar un corte de pelo especial que las distinguiera de las otras. Esta íntima relación entre monjes-cirujano y barberos hizo que estos últimos se convirtieran en asistentes de los primeros en determinados procedimientos quirúrgicos. Con el tiempo se convirtieron en los herederos lógicos del oficio, en cirujanos-barbero.

Así, estos personajes, además de cortar el pelo y rasurar, tenían autorización para dar masajes, aplicar ventosas, extraer piezas dentarias, hacer sangrías, aplicar sanguijuelas e incidir forúnculos. Los había con un grado mayor de «preparación», capaces de reducir fracturas y dislocaciones, de tratar heridas, úlceras externas, cataratas, cálculos vesicales y hernias.

Para identificar los sitios de trabajo empezaron a emplear una estaca decorada con franjas de colores: el rojo representaba la sangre; y el blanco, los vendajes. De este distintivo se colgaban palanganas de bronce, una en la parte superior, y otra en la inferior. La primera representaba el recipiente donde se guardaban las sanguijuelas; y la segunda, el depósito que recibía la sangre.

La separación de la cirugía de la práctica médica persistió por varios siglos, período durante el cual se dieron serios conflictos entre médicos y cirujanos sobre el hecho de practicar la medicina de carácter profesional. Solo con la Revolución francesa ese divorcio fue eliminado, con la consecuente creación de la profesión médica unida.

Historias relacionadas

La influencia de los cirujanos-barbero puede ir más allá de la medicina y de la destreza con las tijeras, peines y navajas. Miguel de Cervantes puede ser un ejemplo de esa influencia. Muchos no han logrado imaginar, o quizá nunca se han puesto a pensar sobre cómo este escritor pudo describir con tanta erudición la locura de Don Quijote. Sin dudas recibió el conocimiento de su padre Rodrigo, quien era cirujano-barbero.

Aunque no se conoce mucho de su infancia y adolescencia, es muy probable que tuviera información sobre problemas médicos y quirúrgicos, ya fuera por conversaciones con su progenitor o con los pacientes que consultaban a este. Incluso podríamos elucubrar que la existencia del escritor pudo estar destinada a continuar una saga de cirujanos-barbero si la literatura y el ejército no hubieran aparecido en su camino. No por gusto cierto médico dijo en una ocasión a un poeta: «Para aprender medicina, lee el Quijote».

En lo que a nuestro país concierne, cuenta el historiador Emilio Roig de Leuchsenring en su libro Médicos y medicina en Cuba, que el 26 de agosto de 1522, bajo la presidencia de Gonzalo Pérez de Angulo, gobernador de la Isla, se recibió a Juan Gómez como «cirujano y barbero» de la Villa, por lo cual se puede asegurar que fue esta profesión la primera encargada de atender a los enfermos durante la Colonia, además de cortar cabellos y afeitar barbas.

Bibliografía

De la Garza-Villaseñor L. Cir Cir. 2010; 78:369-6.

Montes-Santiago J. An Med. Interna. 2005; 22:293-7.

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