Con diez años cumplidos, yo solo leía la Bohemia de atrás para adelante, empezando por «los muñequitos» del Hombre Siniestro hasta llegar a la sección Dentro del Suceso, donde se hacía la crónica roja. También embobecía mis tardes-noches de niño de batey con: Los Halcones Negros, Tarzán, La Hermandad de la Lanza, Superman, Hoopalong Cassidy y un sinfín de comics que me alebrestaban el espíritu aventurero y las ansias por salvar, tras mil combates, a todas las princesas y reyes destronados del mundo.
El primer libro de valor que leí fue la legendaria edición cubana de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, comprado por mi tío en 1960. Y me rescató del tonto cautiverio. Cambió mi perspectiva. Lo patético de aquel justiciero flacucho, valiente, sabio y digno hasta en el ridículo, le incorporó a mi proyecto de persona un modelo de héroe más afín que el tipificado por los pétreos protagonistas de aquellas historietas. Yo pesaba 41 kilos, y disponía de un caballo, una lanza y un sable, labrados con las ramas del ateje.
Desterré para siempre el afán por lo extraordinario sin más, pues me propuse sumarle lo justo, amparado en una idea, más inclusiva y plural, de la justicia. De alter ego del «Caballero de la Triste Figura», pasé a copiloto del Nautilus, de la mano de Julio Verne; de ahí, a timonel de un prao con proa a la isla de Mompracem, guiado por Salgari. Pero antes me renominé Jim Hopkins, porque di con un tesoro en otra isla, aunque no la misma de Robert Louis Stevenson. Mi cofre se llenó de libros, mi bolsa se atestó de metáforas, mi mesa de noche me dictaba: tramas, subtramas, hemistiquios, rimas, dramatis personae, casi regalados por un principio que el Gobierno revolucionario de mi Isla convirtió en política: «Ser cultos es el único modo de ser libres». ¡Qué tesoro!
Sin prisa, pero con voracidad, se fomentó mi pacto con la literatura. Mi hermana mayor, por suerte también lectora, en una feria celebrada en el Parque Vidal de Santa Clara (¡en 1962!), compró el equivalente a un jolongo de libros tras el desembolso de algo más de tres pesos. Les di la bienvenida a Memorias del Club Pickwick, Cuentos de Edgar Allan Poe, Papá Goriot, El Don apacible, Crimen y castigo, Cuentos de Chéjov, Juan Quinquín en Pueblo Mocho, Cecilia Valdés, Vida del Buscón, Romeo y Julieta, Tom Sawyer…
Pasaron los años: cada tres o cuatro enfrento el dilema de agrandar el librero de casa; los libros me devoran; aunque algunos se hayan mudado, subrepticia, ilegal y veleidosamente, para la casa de ciertos «amigos». Siempre soy otra persona tras leer un libro: de la mano de Heredia, Vallejo, Machado, Neruda, Alberti, Guillén, Borges, Onelio, Huidobro, Lezama, Carpentier, Piñera y otros se me hicieron asequibles las fronteras de lo eterno. Fui romántico, modernista, vanguardista, surrealista, antipoeta y tributario de una metodología personal para impartir justicia, consistente en sentirme deudor espiritual de todo el mundo hasta tanto se demuestre lo contrario. Devolver lo que los libros me dieron me condujo a escribirlos, con mayor o menor fortuna; a editarlos, a soñar siempre a su vera, grumete en la impávida expresión de lo infinito.
Los libros me salvaron, a los diez años, del gamberrismo, y de perderme en un sentido errado de lo justo; hoy, con los 60 cayendo sobre el horizonte, me percato de que el sol no se deslíe, sino que fulgura con mejor nitidez en cada idea. Lo mejor que pasa por mi mente se lo debo a estos libros que leo, escribo, o edito (¡y para colmo critico!). Los libros, para mí, son tan importantes como el aire y el agua, la luz y el yantar: constituyen la mejor manera de sentirme cada hombre que realiza su ideal con la palabra. Y conste que digo «cada hombre» como quien dice la Humanidad. Hasta divisar su meta.