Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Las anclas de la memoria

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

 

El tiempo se esconde en los objetos. En cada gaveta olvidada, en cada caja que se guarda bajo la cama, en cada carpeta acomodada en un librero... Acumulamos mucho pero no son solo cosas, sino fragmentos de vida. ¿Quién no guarda cartas amarillentas de la adolescencia, e incluso quemadas por los bordes; entradas de conciertos o de obras de teatro; un vestido que nos regalaron aunque ya no nos sirva, la libreta de la asignatura favorita o aquella de versos que aseguraba que «quisiera ser un mosquito para entrar en tu mosquitero y decirte bajito lo mucho que te quiero»?

Somos, en cierto modo, los guardianes de pequeños tesoros que con los años se transforman en recuerdos. También están los objetos más pequeños. Tengo una bolsita de piedras de la orilla del Mar Negro que un amigo me obsequió, un llavero sin llaves, la invitación a la boda de mi amiga, el primer pulso que tejí, la discografía completa de Pink Floyd en cassettes, el primer reloj que tuve, una postal de cumpleaños de las que se escucha música, la cucharita con la que alimentaban a mi papá siendo bebé, la primera muñeca que compraron, las fotos que hice con una Zenit cuando de fotografía quise aprender…

Si mi mamá revela sus arsenales, hasta telas de sus 15 aparecerán. Y algunas pertenencias de mi abuelo, y los dientes míos y de mi hermano que, evidentemente, ningún Ratón Pérez se llevó; y las peinetas de sus outfits de los años 80, y los dibujos que le hice de niña y hasta los lazos, de aquellos grandes, que me obligaba a usar en mis trenzas.

 Son detalles, quizá mínimos, pero juntos forman el mapa de la vida de cada cual. No se ven ni se tocan a diario, aunque el día que nos sorprenden mientras otra cosa buscamos, la nostalgia irrumpe. No guardamos cosas, no, sino fragmentos de quienes fuimos, de quienes amamos y de los momentos que me construyeron.

Ciertamente hay límites. No se trata de convertirse en hoarders, término que se refiere a las personas que acumulan objetos inservibles durante años, y que leí por primera vez en el libro Desde los blancos manicomios, de Margarita Mateo. 

Dicen los expertos que las personas que padecen ese trastorno obsesivo compulsivo se sienten inseguras y descompensadas si botan algo, y por eso las cosas los dominan y sus vidas se circunscriben a crear espacios para acomodar esas cosas que son más dueñas de sus espacios que ellos mismos. 

Tampoco se trata de recurrir a crear una despensa singular con aquello que tiene valor y que algún día, tal vez, cuando sea necesario usar, probablemente no haya en ninguna parte. Entonces de la mágica gaveta puede aparecer el tornillo ideal, o la tela idónea para el disfraz de la nieta, o el zipper salvado de una mochila rota… lo inimaginable.

Me refiero, y sé que usted me ha entendido, a cuando guardamos algo —no por el apego material—, sino por el deseo de conservar lo intangible, de resistirse al paso del tiempo. 

Cada objeto es un ancla, un recordatorio de que, aunque todo cambie, hay algo de nosotros que permanece, escondido en los rincones, esperando ser recordado. Y no es que olvidemos, aunque la vida vaya aprisa, pero es que de vez en cuando es preciso sentir ese salto en el estómago cuando la memoria es seducida por eso que ni recordábamos haber guardado.

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