«No te apures, es mejor perder un minuto en la vida que la vida en un minuto», fue la primera lección de seguridad vial de mi papá cuando, a mis siete u ocho años, me enseñó a cruzar la calle principal de Corralillo, que ocupa un tramo de la carretera Circuito Norte.
Aunque en el poblado, ubicado en el extremo noroeste de Villa Clara, la circulación vehicular resulta mucho más discreta que en cualquier ciudad, varios accidentes de tránsito con desenlaces graves han calado en la memoria colectiva de un pueblo chiquito, donde casi todos se conocen y los sucesos se viven con mayor familiaridad.
«Maneja despacio, para que llegues más temprano», era el consejo de mi padre para los conductores amigos y, paradójicamente, la imprudencia de alguien demasiado apurado lo dejó tres meses en cama, tras un impacto que podría haberle arrebatado sus últimos diez años de vida.
Nadie está preparado para ese cambio de planes que sacude un trayecto rutinario, un itinerario de vacaciones bien planificado o un viaje repentino. Nadie sale pensando que llegará a la sala de urgencias de un hospital, con secuelas o limitaciones para toda la vida. Nadie se imagina que esa despedida puede ser la última. Nadie espera la mala noticia que congela el tiempo mientras la mente reproduce en bucle los últimos momentos junto a ese ser querido y lanza un por qué sin respuesta lógica. Nadie imagina que causará tanto dolor a otros.
Los accidentes figuran entre las diez primeras causas de muerte en Cuba. En 2024, los de tránsito sumaron 7 507, con un saldo de 634 fallecidos y 6 613 lesionados, cifras inferiores en relación con el año 2023, pero igual de preocupantes.
Aunque nadie es capaz de prever las consecuencias de tales siniestros, todos podríamos reducirlos significativamente en número e impacto, porque en más del 90 por ciento de los caos el factor humano resulta determinante.
La conversación que le roba el protagonismo al volante, la insistencia en alternar la vista entre la carretera y el teléfono móvil, la temeridad ante la señal de pare o la luz roja de un semáforo, el no guardar la debida distancia, el afán de adelantar, el exceso de velocidad, la competencia sobre quién exuda más testosterona, la carga de más tragos que sentidos nublando las reacciones, la aplicación de la ley del más fuerte a ciclistas y peatones, las violaciones de estos últimos, y la precocidad que rueda sobre motos y ciclomotores, muchas veces antes de los 16 años, sin casco, sin licencia, sin conciencia, pueden cortar el hilo del que pende la vida.
Por supuesto, el deterioro de las vías, la falta de señalización y los desperfectos técnicos de los vehículos también inciden, al menos, sobre la efectividad de las maniobras, y afilan aún más el riesgo, que se multiplica cuando intervienen medios de transporte colectivo.
Después, poco o nada valen lamentaciones, culpas y arrepentimientos. Ni siquiera la más severa sanción a los responsables —si sobreviven— retrocede el tiempo, restablece el bienestar o devuelve vidas. Por eso resultan imprescindibles las miradas preventivas. Que la cortesía mantenga a raya al orgullo y la premura, que la batalla por quien lleva la razón se libre solo cuando estén todos a salvo.
En una publicación en su página de Facebook, el ministro de Transporte, Eduardo Rodríguez Dávila, aseveraba que «la reducción de la accidentalidad en Cuba requiere un enfoque integral que combine la mejora de la infraestructura, la educación en materia de seguridad vial desde edades tempranas y una mayor responsabilidad por parte de los conductores y directivos vinculados con la transportación de pasajeros».
La recuperación de las vías resulta imposible a corto plazo, la cultura de choferes y peatones exige conocimientos y buenas prácticas que no se adquieren de un día para otro, pero la percepción del riesgo no demanda inversiones ni tiempo. Las «trampas» de una carretera y la imprudencia ajena, lejos de convertirse en justificaciones o atenuantes de la responsabilidad, deben reforzar la precaución, para que nadie llegue mal herido a un cuerpo de guardia, nadie reciba un aviso triste, nadie viva una despedida sin rencuentro y nadie cargue sobre la conciencia el peso del último viaje.