Sus rostros y sonrisas encantaron al instante. Revoloteaban como mariposas y zunzunes en el jardín inmenso del Parlamento, algunos agarrados de la mano de sus padres, otros de sus hermanos mayores; todos abrigados contra el frío que ya mordisqueaba el aire namibio. Eran los niños, los mismos que, sin proponérselo, se convirtieron para este visitante en el alma de la celebración del Día de África, hace ya unos días.
Los vi apenas crucé la carpa blanca que acogía el festejo. Y no pude contenerme. Corrí hacia ellos, impulsado por ese instinto que nos hace buscar en los más pequeños el reflejo de los nuestros, de los míos, más aún, si están muy distante geográficamente: Maykol, Mauricio, Isabela… nombres que resonaban en mi mente mientras disparaba el móvil. Y también pensé en Omar Guillermo, ese travieso que, como estos, empieza a abrirse paso en un mundo que aún no entiende del todo.
Quedé atrapado por esa magia que solo es cosa de los niños. Pensé en tantos infantes nuestros que como estos —a pesar de no pocos desafíos— disfrutan a plenitud su edad de oro. Corren tras una pelota rota, inventan mundos con un puñado de arena, guardan secretos en sus bolsillos llenos de chapas y piedras. Y te enseñan con su terquedad de querer lo imposible, con su valentía de llorar y volver a intentarlo, con su manera de perdonar rápido, sin guardar rencores… Y así, aprendes.
Por eso, no hacía falta hablar otjiherero o afrikáans para entenderse con ellos. Los niños namibios, con sus risas tímidas o sus miradas curiosas, tenían un dialecto propio, uno hecho de gestos, de manos que se estiran para tocar el móvil o de cabecillas que se esconden tras las faldas de sus madres antes de soltar una carcajada. Ser felices, y hacerte feliz.
Mis colegas y yo intentábamos descifrar sus palabras entre murmullos y señas, pero el verdadero código era otro: el de los brazos que se abren y te acogen cálidos y espontáneos, los dedos que señalan con emoción algo que solo ellos ven, los besos en tu mejilla, o la cabeza que se acomoda en tu regazo, cual hermosos instantes de ternura. Su idioma del amor se aprende tan fácil que da gusto escucharlo en esos «símbolos» de cariño que ya traen en vena y contagian a quienes lo vemos.
Los miro una y otra vez y no puedo esconder el regocijo de estar a su lado. Mis compañeras de la delegación tampoco pudieron resistirse y corrieron hacia ellos. Los alzaron, los acariciaron, y los padres, orgullosos, animaban a sus hijos a corresponder con un «thank you» o un gesto de complicidad. Era imposible no sonreír ante esa picardía infantil que traspasa fronteras.
Pero no solo los más pequeños se robaron el show y le pusieron un ritmo especial, también, a nuestros corazones. Allí, además, estaba un grupo casi adolescente que demostró que la tradición late fuerte en las nuevas generaciones. Con sus manos hábiles, hicieron vibrar la marimba, un instrumento de percusión de altura definida que marcó el compás de la fiesta.
Impresionaba la serie de láminas de madera de distintos tamaños, dispuestas de mayor a menor, cada una con una altura de sonido diferente, que ellos golpean con mazos para producir notas musicales increíbles. El sonido era hipnótico, un llamado a bailar, a olvidar por un momento que estábamos a miles de kilómetros de casa, a disfrutar del momento, que ya era único e inolvidable.
Algunos de nosotros nos unimos, torpes al principio, pero contagiados por la alegría, celebramos a lo grande. Fue un diálogo sin palabras: ellos tocaban, nosotros seguíamos el ritmo, y en medio, las sonrisas cómplices de quienes saben que la música es otro puente entre dos naciones de historia compartida: Cuba y Namibia.
Lo vivido ese día marcó nuestras almas. Ahora, de vuelta, esas imágenes persisten. Los niños namibios nos recordaron que la esperanza tiene cara de infancia. Que en sus juegos, en sus miradas curiosas, hay un futuro que se construye sobre los mismos cimientos en cualquier parte del mundo: amor, risas y la certeza de que nadie podrá robarles la maravilla que llevan dentro. Es un lenguaje universal.
Entonces, toca regalarle a «los que saben querer» toda la alegría, la esperanza, la ternura… que sean capaces de caber en nuestras manos abiertas. Y aunque el océano nos separe, ellos ya están aquí, en ese rincón íntimo de la memoria donde el tiempo no logra pasar, agitando nuestros corazones como mariposas de colores y zunzunes incansables que nunca dejarán de volar.