Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El valor de un gesto

Autor:

Laura Fuentes Medina

El despertador sonó a las cinco de la mañana un día común en la vida de Ana, una joven soltera que cargaba en hombros la responsabilidad de María, una madre convaleciente, necesitada de su atención constante. Su pequeño apartamento se encontraba extremadamente lejos del centro de la ciudad, donde mantenía dos empleos para llegar a fin de mes con cierto decoro.

Preparó un desayuno y se acercó a la cama de la señora, la ayudó a sentarse para comer la papilla. «Mami, tengo que irme, no te preocupes, regreso lo más pronto posible», dijo al besar la frente de su madre, que asintió con ojos de preocupación.

Se encaminó hacia la parada. El autobús llegó tarde, como siempre. El viaje fue una tortura con ingredientes como el calor, el abarrotamiento, los olores desagradables y la música a todo volumen. Al llegar a su destino, el sol ya se había elevado en el cielo con luz cegadora.

Su primer trabajo era en un negocio particular de venta de ropa, donde mantenía las prendas en orden, cobraba a los clientes y limpiaba el local. El trabajo era agotador, pero ella tenía que mostrarse eficiente y atenta para evitar cualquier robo o estafa y no perder el empleo.

El tiempo se escurría como el agua entre los dedos. Su segundo trabajo, aún más agotador que el primero, era en un local de comida rápida a domicilio, donde recibía los pedidos, los empaquetaba y llevaba las cuentas.

Consumida por el cansancio, se obligaba a continuar. Finalmente, tarde en la noche, Ana salió del local con el cuerpo exhausto, los pies adoloridos y las manos temblando. No quería pensar en el camino de regreso a casa. Se dirigió a la parada esperando no tardar demasiado. Ya su estancia en la cola alrededor de aquella caseta era un ritual repetido de estrés, cansancio y ansiedad.

De pronto, un autobús se detuvo a su lado y el alivio común se tornó en caos instantáneo. La multitud se abalanzó sobre la puerta, empujando y forcejeando. Finalmente, con el corazón en la garganta, logró subirse, y a la hora de pagar sintió que la Tierra se movía bajo sus pies. No tenía dinero, pero caminar hasta su casa era inconcebible.

Un grupo de jóvenes que habían esperado en la cola la vieron con lástima y se ofrecieron a pagarle. Ana de repente se sintió renovada y llena de gratitud por la bondad de los extraños.

Llegó a su casa exhausta y con una mezcla de tristeza y esperanza. Su madre la recibió sonriente. A pesar de las dificultades en su vida, ella tenía a su gran amor: una madre que la necesitaba. Esa era su fuerza y motivo de fe.

Cada persona a nuestro alrededor carga con sus propias preocupaciones, y a veces la avasalladora rutina diaria nos hace esquivos ante las dificultades de nuestros semejantes.

En tiempos tan convulsos, en los que se debate constantemente acerca de la falta de valores y compromiso social, son necesarios los actos de humanidad. Cualquier pequeño gesto solidario nos cuesta poco y puede significar para quienes lo reciben un cambio favorable en su día, pues nunca sabemos todo el peso que cargan.

Cuántas mujeres hay en el mundo que, como Ana, luchan para sortear los obstáculos por el bienestar de sus seres queridos. Aun así, cuando todo parece perdido basta un gesto de humanidad para recuperar el sosiego.

 

 

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