Solo con cultura podríamos corregir las asimetrías crecientes que parecen delinear el escabroso camino hacia la plenitud. Cultura digo, no contracultura, ni anticultura. Me pronuncio contra ellas porque constituyen, más que un peligro, aberraciones cada vez más frecuentes en nuestra realidad cotidiana. En primera y última instancia, nuestro diario y precario acontecer nos pone cada día ante propuestas validadoras de lo pragmático, lo superficial y la fragmentación del pensamiento donde se evaporan esencias para dejarnos con las apariencias, efímeras y destellantes, de un eterno presente más utópico que el inasible futuro.
Trabajar por que el futuro exista es la labor que desde el espíritu debemos fomentar los intelectuales cubanos, hoy más que nunca, cuando algunas de las amenazas que padece el trabajo cultural no se derivan tanto de políticas erróneas en su terreno específico, sino de otras políticas —urgentes en lo económico, tributarias de la lógica del mercado, acaso necesarias— que nos devuelven un poco a la caduca dicotomía decimonónica de «civilización contra barbarie».
La cultura como herramienta para destilar, en lo íntimo del ser humano la nobleza y el altruismo, define lo civilizatorio; el mercado, como signo fatal que sin regulación solo nos arrastra al individualismo y el desentendimiento del dolor del otro, nos adentra en la barbarie.
Nos enfrentamos, sobre todo, a nosotros mismos. Si dejamos que nos gane la partida el discurso común de defender el pequeño coto personal con abandono de las grandes metas, nos erigimos cómplices de la barbarie. Y si para colmo lo hacemos amparados en la engañosa certeza de que el talento es salvoconducto para todo, el enemigo sobra, porque ya habríamos suicidado en lo interno la fuerza que alimentó y trasfundió sinergia al talento. Podría ser esa la coyuntura en que, a bordo de los apremios, acabemos comulgando con lo más inmediato y elemental mientras lo esencial trascendente se invisibiliza cada día más para el corazón.
Nuestra labor no es la del evangelizador que lo subordina todo a una doctrina, porque en más de 65 años de trabajo cultural hemos demostrado cuánto de esa doctrina nos rinde utilidades en pos de reformular sus propios cimientos, a veces como ahora, hasta extremos que parecen ser su antípoda. De la doctrina: sus esencias, que se podrían definir con pocos axiomas: justicia social, igualdad de oportunidades, honestidad, voluntad de cambio, fuerza para recomponer imaginarios dañados por la agresividad de todo tipo procedente de poderosas fuerzas externas; aunque también nuestras propias torpezas pasan abultada factura. El hombre es el destino. La cultura marca la ruta y es, además, el vehículo idóneo para la prosperidad.
Son tiempos de recesión en el terreno material: la cultura con menos presupuesto, los precios para la producción de cultura en lo estratosférico, los recursos cada día más menguados… Se suceden las cancelaciones y posposiciones. Pero la oferta cultural nunca se ha detenido completamente, aunque sea discreta la medida en que viene creciendo, persiste el empeño de que cosechas hoy marchitas preparen su momento para el rebrote. Somos nosotros, los artistas: los de la vanguardia junto a todos los demás, y a las instituciones políticas, culturales y de Gobierno, quienes debemos fertilizar el huerto hasta que vuelva a florecer. Todo acto de resistencia debemos asumirlo como temporal. Pasar de la resistencia a la apoteosis (que ya hemos vivido) no debemos sentirlo como utopía sino como destino posible.
Sigamos dando nuestro aporte para que la Uneac sea, como ha sido por regla general, una especie de fábrica de ideas y acciones novedosas encaminadas a seguir poniéndole rostro humano al socialismo. No renunciemos a la labor de convertir el ideal en certezas. Ideales y certezas no merecen morir con nosotros porque en ellos se corporizan los esfuerzos y sacrificios de muchas generaciones, incluyendo las que comparten con nosotros el presente. Ideales y certeza vivos y promisorios: he ahí nuestra gran tarea. (Tomado de La Jiribilla)