Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿Un himno «en secretos»?

Autor:

Osviel Castro Medel

Aunque muchos de los recuerdos de mi niñez ya son borrosos, sí guardo nítidamente en la memoria el respeto que nos inculcaron por el Himno Nacional. Rara vez era desestimado o desatendido a la vista pública.

Cuando en la escuela primaria Emiliano Reyes, del modesto barrio granmense de Cautillo Merendero, lo cantábamos a capela, los transeúntes se detenían y guardaban silencio, y tal señal de reverencia nos inflamaba el orgullo doblemente.

Faltaría agregar que ese canto —el que compuso el excelso bayamés Perucho Figueredo— difícilmente se vocalizaba con desgano y flojedad, porque nos habían enseñado que era un himno de guerra, glorificado entre balas, acicate para el nacimiento de la Patria.

«No sirvió, vamos a entonarlo como los mambises, que lo escuchen ellos donde quiera que estén», nos decía la maestra Elba Dora, directora incansable y pedagoga ejemplar cuando bajábamos el tono. Y entonces nos dibujaba la leyenda de Perucho sobre la montura del caballo, entrando al Bayamo liberado y escribiendo de un clarín o un combate con sabor a gloria.

Ahora, al galopar de los años, he visto con dolor a unos cuantos que no se detienen ni siquiera cuando pasan a un metro del bafle amplificador del Himno, seguramente apurados por la «modernidad», o cobijados por la manida justificación de «los tiempos cambian».

Y he observado en estadios, plazas y teatros llenos a ciertos individuos (e individuas) que mientras se escucha «Al combate, corred, bayameses…» hablan hasta de la novela de turno o hacen gestos de frialdad y desatención.

Peor es comprobar el susurro colectivo que en ocasiones se apodera de la interpretación de nuestro Himno durante eventos, congregaciones o, incluso, actos solemnes. Se canta tan bajo que parece un secreteo global.

No resulta un tema nuevo, porque hace 15 años un comentario en el periódico Juventud Rebelde abordó el problema. A la sazón, el trabajo periodístico se preguntaba cuántas maestras como Elba Dora o semejantes a ella quedarán en nuestras aulas y cuántos en los hogares disertarán sobre alegorías y emblemas patrios, «como hacían aquellos padres rectos que parecían desentenderse del cansancio escolar cuando entrábamos a la casa».

Tal vez la esencia del problema radique en la respuesta a tales interrogantes, aunque sabemos de antemano que es un fenómeno con múltiples causas, difícil de resolver.

¿Nos están ganando en la famosa guerra de símbolos? Creer que no de manera categórica probablemente sea más peligroso que el propio susurro al cantar el Himno.

No solo deberíamos evitar la amnesia histórica, que fue capaz de derribar proyectos en otras latitudes. En la vida real,  a riesgo de parecer otro nuevo «teque», digo que se trata de fomentar el civismo, enaltecer valores, poner en práctica el precepto martiano de «ser cultos».

Los padres fundadores de la nación, entre los que se encuentra en primera fila Perucho Figueredo, merecen que nuestro Himno sea siempre erizamiento, emoción, respeto y fulgor.

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