Hace más de diez años fui delegado a una asamblea municipal del Poder Popular durante tres mandatos seguidos. Por entonces vivía en un asentamiento muy simbólico en el Escambray, el primero liberado por el Che Guevara en Las Villas durante los meses finales de 1958, aunque desde el siglo anterior ardía de pasión por la libertad.
Güinía de Miranda sigue siendo el mismo pueblo humilde, de gente sana y laboriosa que, a pesar de la dureza de los tiempos y las mordidas de problemas añejos como el abasto de agua, me dio la oportunidad de servirlo en un proceso de aprendizaje colectivo con mis electores.
Desde el principio asumimos el reto de buscar soluciones entre todos a los problemas comunes. Nadie quedó al margen, cada opinión contaba y fuimos sumando ideas, madurándolas. Convertimos las reuniones en espacios de construcción colectiva, tocábamos los problemas con las manos y hablábamos en un lenguaje que entendiéramos todos.
Pareciera simple, pero nunca lo fue. Había problemas viejos, duros, que nos trascendían, y a esos tampoco jamás los soslayábamos en los debates, lo mismo en la cuadra que en los diálogos con las instancias superiores.
Yo trabajaba en Santa Clara y hacía los viajes diarios. Eran unos cien kilómetros en total de ida y vuelta, y después caminaba por la circunscripción. Trataba de que nada me fuera ajeno, que los electores me contaran siempre los asuntos de la vecindad y hasta algunos personales en los que podía ayudar también.
Aplicábamos un refrán muy campechano: un solo palo no hace monte. La gestión tenía como pilares el trabajo integrado comunitario y el diálogo, mucho diálogo, con argumentos que casi siempre salían enriquecidos de cada charla.
Fue protagonista el viejo y el nuevo. La ama de casa y el profesional. Todos tenían voz en los espacios grupales, formales o improvisados. Casi siempre los segundos eran más provechosos, porque no se es delegado solo en las asambleas de rendición de cuenta o en los despachos semanales.
Como muchos de los que han ejercido esa responsabilidad comunitaria, sentí que la burocracia pesaba toneladas y los asuntos «elevados» tardaban demasiado en «caer», ya fuera con una solución o una respuesta, y también devolví a esas instancias «de arriba» las explicaciones cuando estaban carentes de argumentos.
Defendí siempre el derecho de mis electores a recibir información amplia, con datos, que propiciara debates, nunca que dejara vacíos en la comprensión, por muy complejos que fuesen los asuntos tratados.
De esos años aprendí mucho. Sentí que era útil para mis vecinos, y en eso pensaba cuando estaba agotado, con estrés o mucho trabajo, y llegaba alguien a mi casa o me paraba en la calle para comentar su problema, que a veces era insignificante respecto al de su vecino, o al de la comunidad, pero para él era el más grande y urgente, y había que atenderlo y dejarlo satisfecho.
Durante aquellos tres mandatos gané en sensibilidad y compromiso. Aprendí que si la circunscripción es fuerte, el municipio, la provincia y hasta el país son más fuertes aún.
El próximo 27 de noviembre se ratifican o renuevan esos liderazgos comunitarios. Ejerzamos el voto con responsabilidad, seguros de que con la equis (X) al lado del nombre de un candidato estamos apostando al fortalecimiento de nuestra democracia cubana, genuinamente socialista, que tiene en los espacios vecinales un laboratorio fértil para crear, articular y crecer.