Hace nueve días nació Gael, un bebé risueño y de buen dormir como el que muchas familias desearían en sus cunas. Ni la lactancia a libre demanda ni el malestar tras la cesárea han borrado el brillo de paciente ternura en los ojos de su madre, una joven que ejerce como educadora en un círculo infantil espirituano.
Roxana agradece cada gesto solidario y bendición espontánea de sus vecinos, cada consejo u observación de otras madres…, pero sabe que la responsabilidad es suya, y por el bienestar de su hijo, está dando lo mejor de sí.
Desde que supo del milagro que crecía en su vientre, optó por asumir con aplomo el desafío de ser una madre soltera, que no se siente sola porque la apoyan su mamá Elimey, sus tías, primas, sobrinos y la septuagenaria Arminda, quien ya acumula dos bisnietos y está lista para mimar al tercero.
Si estuviéramos a mitad del pasado siglo, Roxy no hubiera sido bien vista en su comunidad, y las vecinas puritanas hubieran cuestionado su capacidad para criar bien a ese niño, aun cuando la Constitución de 1940 había dejado claro que todos los hijos eran iguales ante la ley, cualquiera fuera la naturaleza del vínculo entre sus padres.
Se necesitaron décadas de transformación cultural para que el espíritu de esa disposición calara en la gente y fueran otras las miradas y costumbres naturalizadas. Por suerte, el vocablo bastardo pasó de moda, y su despreciativa raíz semántica apenas se conserva en diccionarios y crucigramas.
Sería cándido asumir que los herederos de quienes defendieron a ultranza aquella marca prejuiciosa mantienen la formalidad de las uniones como única fuente de valía, pues más de la mitad de los nacimientos en Cuba ocurren hace rato fuera del matrimonio. Pero tampoco hay que pensar que ese cambio de paradigmas se logró sin esfuerzo.
La vida y las leyes evolucionan influenciándose mutuamente. Las siguientes formulaciones del vínculo filial preservaron el principio de igualdad para todos los hijos, ampliaron los derechos de los padres y ahora también respaldan los de los abuelos, una de las virtudes del nuevo Código que ya está a pocos días de ser sometido a referendo.
¿Se imaginan cuánto peso se quitarán del alma quienes no han logrado defender el contacto con sus nietos porque no había «papeles» tras esos lazos? Sin derecho no hay roce, sin roce no hay afecto, y sin afecto no hay compromiso ni oportunidad de cuidado mutuo, espiritual y material.
Pero voy más atrás: si estuviéramos a inicios del pasado siglo, cuando muchos matrimonios eran arreglados desde la infancia a capricho de los adultos, yo sería la otra abuela oficial de Gael, porque Roxy y mi hijo se conocieron en los andares de la Tecla del Duende siendo aún pequeños y muchas veces bromeamos con que al crecer, ella vendría para La Habana a convertirse en mi nuera y darme muchos nietos.
¿Se imaginan que a estas alturas mantuviéramos ese poder sobre las decisiones amorosas y reproductivas de la descendencia, con efecto más allá de su mayoría de edad? ¿Qué pasaría con el gusto, el amor, las ilusiones y los proyectos de vida de las nuevas generaciones si no se les acreditara el derecho a elegir cuándo y con quién ejercer la parentalidad, o pasar de ella si no les apetece?
No niego que en mi sangre bulle el gen de la abuelidad, y que al cargar aquel bultito este viernes me latieron las ganas de tener uno propio… Pero mi hijo y su novia están en el umbral de su profesión y tienen planes que solo ellos pueden dilucidar y ejecutar cuando los crean oportunos.
En esta cultura adultocentrista, que lleva tiempo curar, es saludable que la ley respalde el derecho de los jóvenes a planificar sus vidas según sus sentimientos y ambiciones, porque las madres somos guías, no dueñas, como hacen ver ciertas prerrogativas matriarcales de la tradición latina.
Para eso sirve también que actualicemos nuestras leyes con sistematicidad: para desmitificar roles con los que nuestros hijos no se sienten identificados, y para validar los nuevos puntos cardinales del mapa familiar.
El nuevo Código es tan generoso, que si Roxana quisiera honrar aquel pacto de guasa y me nombra abuela honorífica, yo podría estar presente en la vida de Gael y volcar en su bienestar estas ganas inmensas de consentir y transmitir saberes y experiencias.
Hasta que llegue el tiempo de mi propio linaje. O no…