Quiero dedicar estas modestas reflexiones que acabo de escribir a aquellos que durante años sufrieron discriminación y que hoy ya no están con nosotros, pero que no olvidaremos nunca porque nos legaron su ejemplo de estoicismo y valentía civil y moral.
Todo el que me conoce sabe bien que, por la naturaleza de mi espíritu y mi vocación dada a la antropología social y a la poesía, soy un defensor de este ya histórico Proyecto de Código de las Familias. El pueblo cubano por su historia y su madurez intelectual, heredada del más sabio de los cubanos y de su más alto discípulo, merecía desde siempre un proyecto que lo representara en toda su complejidad y su dimensión humanista.
Martí no se equivocó cuando expresó que cuando se dice cubano, una dulzura de hermandad se esparce por nuestras entrañas, y Fernando Ortiz supo, como pocos, interpretar ese sentir tan profundo del Apóstol cuando escribió que una nueva Cuba nos esperaba. «Yo voy hacia ella —dijo—. Voy con ella y por ella», enfatizó. Y trató con su obra que cayeran todos los obstáculos que impidieran la renovación de la Patria.
Este Código es sobre todo para las nuevas generaciones, las que llevan el alma arraigada en la tierra y la vista en el futuro. El cubano es un ser muy singular. Ha sabido sortear su destino con lo más adverso de las circunstancias. Hemos sufrido un bloqueo que es mucho más que eso, una guerra económica, financiera y política sin precedentes en la historia del continente y del planeta, y ahora defenderemos un proyecto de país más coherente, más humano y más revolucionario. La edad de piedra pasó, la era del paleolítico quedó atrás, y nos asomamos a la gestación altruista de un Código que nos colocará en la vanguardia del pensamiento moderno.
«Cambiar lo que tenga que ser cambiado», sentenció Fidel, en reconocimiento, entre otras cosas, a la verdadera igualdad de todas las personas ante la ley, a fundar una familia afectiva sin discriminación ni rescoldos de un pasado atávico y retrógrado. Decía José Martí en 1894 en el periódico Patria: «Una familia unida por las semejanzas de las almas es más sólida que la unida por las comunidades de la sangre». No hay que tenerle miedo a un devenir nuevo, solidario y transido de equidad, el miedo no es cubano.
Superamos con gallardía Playa Girón, la Crisis de Octubre, el Período Especial, el llamado Quinquenio Gris y todas las aventuras y desventuras de una Revolución profunda. Aspiramos a ser un pueblo identificado con la innovación permanente y los postulados científicos de hoy. El mañana nos recibirá con los brazos abiertos, porque daremos al mundo un ejemplo que nos llenará de orgullo.
No poseemos grandes riquezas materiales básicas, pero tenemos un pueblo que ha mostrado al mundo su capacidad de resistir y vencer. Un modelo único de autenticidad y coraje, esa es nuestra mayor riqueza y seguramente la más poderosa e imbatible.
Postular la unión afectiva es nuestra regla de oro en esta nueva batalla de ideas. Con ella, honraremos a nuestros padres fundadores, porque bajo ningún concepto vamos a dejar huérfano el futuro. Esa es seguramente la más acariciada responsabilidad de los que hoy apoyamos esta Ley.
No importa que otros no nos entiendan, o incluso, que pongan oídos sordos. Ellos quizá, sin sospecharlo hoy, nos recordarán con admiración cuando hayan pasado los años y el ejemplo de esta generación —la nuestra— haya alcanzado la cima moral del Turquino. Entonces nos darán la razón, porque vivirán en un mundo más justo y bello, en un mundo mejor, y ese va a ser el más noble legado que les dejaremos. Pongo mi corazón sobre las páginas de este Código de las Familias cubanas.