Ni el 26 de Julio fue el asalto definitivo de la historia cubana ni los muros de las fortalezas militares Moncada y Carlos Manuel de Céspedes son los únicos a sobrepasar. Merece reiterarse que la lección mayor de dichos acontecimientos es que serían los primeros de muchos asaltos pendientes en la historia nacional.
No por casualidad, la rebelión de la Generación del Centenario del Apóstol liderada por Fidel, que fracasó en sus aspiraciones tácticas, alcanzó enormes dimensiones simbólicas hacia todas las épocas.
Una de esas connotaciones, en las que a veces reparamos poco, es la energía sanadora de la fecha. La Patria debía ser curada de tantas heridas, de tantas mezquindades y agravios, de tantos crímenes y tropelías, que activó toda la fuerza ética y patriótica, el virtuosismo y el desinterés de una generación, con José Martí como gran referente moral a la cabeza.
La pregunta que sigue, sobre todo en una situación tan delicada como la que enfrentamos desde los dolorosos sucesos del pasado 11 de julio, es qué debemos hacer para que en una Revolución con tanta justicia y libertad conquistada y tanto amor prodigado siempre florezca ese ángel regenerativo que tuvo su simiente en aquel centenario del Héroe Nacional.
Parte de las pistas de cómo lograrlo está en la ética y las ideas de quienes con su ataque de aquella mañana de la Santa Ana reivindicaron a los inconformes de todos los siglos en Cuba, lo mismo antes que después del 1ro. de enero de 1959.
La Revolución solo vive en la verdad, en la franqueza, en la honestidad, en la pureza, proclamó Raúl por dos veces entre el 18 y el 23 de diciembre de 2006, cuando ni siquiera había ocurrido el 6to. Congreso del Partido y la actualización del modelo socialista solo era una necesidad infranqueable en el horizonte, que ya catalizaba en la contundencia crítica de su discurso político.
Contra la voluntad de quienes pretenden apagarlos, silenciarlos, dichos inconformes fueron situados ese fin de año —primero en el 7mo. Congreso de la Federación Estudiantil Universitaria y luego en la sesión de fin de año del Parlamento—, dentro del altar de la honradez y la decencia patrias.
Y aunque algunos no lo perciban, afirmábamos entonces que ese es de los mejores augurios para la Revolución, pues este va a la mejor cuenta de la nación, a la de su saldo espiritual. Porque al asumirse en la plenitud de sus luces, y también de sus sombras, se dignifica el mandato martiano de que a los seres humanos no se les puede imponer —o sugerir— vivir contra su alma, porque se les ofende —o aun peor, se les deforma o degenera.
Por ello Fidel defendía que los que enseñan la verdad preparan a los pueblos para comprenderla, mientras los que enseñan la mentira condicionan a los pueblos para engañarlos.
«¡Ese es el pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: “Te vamos a dar”, sino: “¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad!”», dijo con pasión en su alegato La historia me absolverá, tras hacer una definición de pueblo que no debemos dejar de repasar en las comprometedoras circunstancias actuales.
La contrarrevolución recalcitrante y reaccionaria, carente de semejantes referentes éticos, tiene entonces en la mentira su arma subversiva y de manipulación, como ocurre por estos días de golpe mediático-comunicacional contra el país.
Lo mismo desbarran que Raúl Castro huyó del país, que borran carteles de masivas manifestaciones revolucionarias para presentarlas como insurrecciones opositoras, que anuncian que fueron tomadas estaciones de policía y secuestrados secretarios del Partido, que echan mano a imágenes de revueltas mundiales para ubicarlas ahora mismo en las calles cubanas, que presentan las consecuencias del bloqueo de Estados Unidos como muestras de la insensibilidad del Gobierno y de la ineficacia irremediable del modelo socialista…
Los chanchullos vergonzantes saltan como liebres de las redes sociales a jactanciosos medios transnacionales, en componenda maquiavélica —articulación es demasiado sofisticado—, con impudicia y sin pudor.
Tanto se ha falsificado desvergonzadamente, que operadores políticos de la campaña de odio y desestabilización se han visto precisados a advertir a sus adeptos que ello no facilita para nada los propósitos de provocar un estallido social en el país.
Pero los sucesos del 26 de Julio nos demuestran que cuando se imponen la grandeza, la dignidad, la nobleza y la honorabilidad de los cubanos es posible hasta el milagro que el líder de aquel movimiento, Fidel Castro Ruz, llamó convertir los reveses en victorias. Derrotar hasta la derrota.
La casualidad que aniquiló el factor sorpresa y condujo al naufragio de los objetivos del ataque hizo que aquella madrugada de rebeldía nacional se convirtiera en una extraordinaria metáfora política, muy saludable para las rectificaciones de fondo que reclaman los duros acontecimientos de estos días: la Revolución siempre estará inconclusa. El 26 de Julio debería ser siempre un día, como el de este lunes, para la sanación nacional.
La sanación que reclaman estos difíciles días comenzó con la separación autocrítica de la dirección de la Revolución entre el plan atizador derechista y reaccionario, financiado y estimulado por Estados Unidos, de los vacíos, distanciamientos, insensibilidades, abandonos sociales — sobre todo en las barriadas más humildes— y las burocratadas internas, que favorecieron los propósitos del discurso de odio, el enfrentamiento violento y la fragmentación.
En esta conmemoración, con mayor énfasis que en cualquier otra, debemos reiterar que entre los elementos que dieron trascendencia a aquellos ataques, es que de ellos emergió, como ha resaltado Raúl, una nueva dirección y una nueva organización que repudiaba el «quietismo», que puede derivar en el conformismo y hasta en el triunfalismo paralizantes y simplificadores.
Para que esta Revolución hermosa y esperanzadora no termine como Saturno, devorando a sus propios hijos, o se cumpla la advertencia de un 17 de noviembre de Fidel, esos son los muros que, en lo adelante y siempre, debemos asaltar.