«El odio no construye», dijo el más honorable de todos nosotros: José Martí. Al cubano, como a sus próceres, siempre lo han guiado grandes sentimientos de amor. Lo sucedido este domingo en Cuba es una muestra del tósigo que embarga a quienes no les sirve la vía pacífica y el diálogo para dar curso a sus preocupaciones. A quienes para dirimirlas prefieren la violencia.
Todavía se reproducen en mi memoria imágenes como ráfaga: He visto a gente abalanzarse con saña sobre otros. He visto a un hombre endemoniado quebrar un sillón de madera contra el suelo para que los «manifestantes» tomaran los palos y nos apalearan.
He visto a vecinos de oscura entraña atizar el fuego y tirar bloques desde los balcones. He visto a gente levantar la mano pidiendo libertad, mientras por detrás sus acólitos lanzaban piedras.
He visto a algunos volcar autos; a delincuentes, disfrazados de demócratas y pacíficos, caerle a pedradas a una patrulla de policía. He visto a artistas encender leña en una esquina o en las redes sociales en vez de abogar por el cese de la violencia. ¿Acaso no es el arte un puente de conciliación, amor y belleza?
He visto a los oportunistas que filman, desde las «gazelas» o los ómnibus, desde un rincón. A los que disfrutan el espectáculo bochornoso. A quienes se regocijan con el desorden y el caos desde sus púlpitos.
He visto a gente hablar de la falta de medicamentos sin mencionar las raíces del por qué, sin tener en cuenta los contextos, sin condenar el bloqueo ni señalar con el dedo a los que nos oprimen.
Le he visto el rostro a la brusquedad, la brutalidad y el salvajismo. No se lo quiero ver más. ¿En qué momento la vileza ciega a una persona? ¿Qué puede llevar a vandalizar tiendas o entidades cuando supuestamente defiendes tus derechos «en son de paz»? El mal obrar no tiene justificación alguna. Tampoco la violencia.
Es cierto que no todos recurrieron a actos irascibles, que había personas decentes, que algunos se limitaron a expresar sus inquietudes legítimas y no deben ni serán desoídas. Como tampoco es cierto que se convocara, desde el Gobierno, a un enfrentamiento entre cubanos, pues es el mismo Estado que piensa en el bienestar de todos, en cómo repartir lo poquito que se tiene; y que, como me dijera el intelectual Pedro Pablo Rodríguez, «no crea odios contra nadie ni siquiera contra aquellos de donde nos vienen los ataques, las mayores incomprensiones y el deseo de si fuere posible, si se les diera la oportunidad, someter al país a una guerra destructora».
No todo lo visto fue desgarrador. Entre los revolucionarios, encontré a muchos jóvenes que estuvieron en centros de aislamiento, que cuidaron colas, que pesquisaron, que pernoctaron en zonas rojas y terapias intensivas, que fueron a la Tángana… que hacen todos los días por este país. Y por su gente.
También vi a científicos, a médicos, a obreros. A otros que nos respaldaron, con alegría, desde la altura de sus casas. Vi a las federadas, con su secretaria general al frente, como lo estuvo y lo hubiese estado Vilma.
Vi a uno de los artífices de nuestras vacunas. A los médicos del Amejeiras, a los que aplaudimos por todo el esfuerzo que hacen por salvar vidas en su institución hospitalaria mientras otros corean la palabra dotada con un sentido de dispendio y jerga.
La nación con todos y por el bien de todos de Martí no contemplaba la barbarie. Nunca olvidemos a Martí, él es lo que nos salva. Alguien a quien respeto me dijo hace poco que, a pesar de todos los machetes enredados en la maleza y las noches sin estrellas, la Revolución socialista cubana es la única que puede concretar el sueño del Apóstol. Y lo creo porque: «Para la Patria nos levantamos. Es un crimen levantarse sobre ella».