Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Hacer historia sin renuncias

Autor:

Nelson Rodríguez Roque

 

Si alguien insiste en no olvidar la historia cuando desde el Norte se nos conminaba a desentendernos, ese es el General de Ejército Raúl Castro, a quien las raíces patrias —al igual que al Comandante en Jefe— siempre le han parecido ineludibles para pulsar la Cuba presente y futura, enfrentada a un vecino incómodo y hostil a 90 millas que se niega a tolerar nuestro sistema socialista irrenunciable.

En el Informe Central al 8vo. Congreso del Partido, presentado en su condición de Primer Secretario del Comité Central hasta ese cónclave, Raúl se refirió al Tratado de Relaciones de 1934, una de las tantas mutaciones intervencionistas a que apeló EE.UU. en la etapa neocolonial para continuar sus pasos de «bota de hierro» sobre la excolonia española. Y en par de menciones apuntó también a la Enmienda Platt, apéndice descarado por el que la independencia de Cuba y su constitucionalidad vieron la luz con muy poca intensidad.

Él se ha percatado de que en la amnesia sugerida corremos el riesgo de repetir pasajes desagradables de la nación, lo cual deja bien claro en sus constantes llamados a releer el pretérito cubano.

Al arribarse al centenario de la Reconcentración de Weyler (barbarie ocurrida entre 1896 y 1897), el entonces Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias destacó: «Pocas veces en la historia un pueblo ha tenido que pagar tan alto precio por su amor a la libertad».

Recordaba Raúl que a aquel decreto del criminal Valeriano se adicionó en abril de 1898 un bloqueo naval estadounidense que martilló el último clavo al ataúd en que se convirtió la Mayor de las Antillas, pues la muerte, según investigaciones posteriores, se cobró la vida de más de 200 000 personas: el 20 por ciento de la población total del país a fines del siglo XIX.

Ancianos, mujeres y niños perecieron principalmente de hambre y enfermedades; familias enteras removidas de sus entornos rurales, «asimiladas» en ciudades o asentamientos bajo dominio hispano y cercadas luego por las fuerzas marítimas yanquis que impedían la llegada de recursos básicos a la Isla.

Washington esgrimió razones militares, como frenar el arribo de auxilio enemigo o facilitar la invasión de sus tropas, aunque sus daños colaterales (tampoco en ese tiempo los cañonazos llevaban nombres) se desestimaban en el conflicto.

De modo que el plumazo demócrata de la década de los 60, en su eufemístico nombre de embargo, ya era práctica añeja del imperio contra Cuba cuando se aplicó después del triunfo de la Revolución, también dirigido a provocar carencias y catalizar la rendición del país.

De la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana da muestras de profundo conocimiento Raúl en su discurso de homenaje póstumo al mayor general Calixto García en el acto de traslado de los restos del líder mambí a su ciudad natal, Holguín.

La relatoría del General de Ejército acerca de aquellos acontecimientos políticos, llena de detalles, precisó aún más lo acontecido en la manigua y los campos de batalla, preámbulos de la negativa de entrada del victorioso Ejército Libertador a Santiago de Cuba, la exclusión cubana del Tratado de París (resuelto entre potencias al otro lado del Atlántico) y la misma anexión «plattista» a la amañada Constitución.

Al examen de aquella epopeya acudió en sus palabras de ese jueves, 11 de diciembre de 1980, en la Plaza de la Revolución holguinera, e igualmente evocó la Guerra Necesaria, abundando en matices a los cuales se les pasa por alto o se abordan someramente en muchas ocasiones.  

A indagar y eliminar el desconocimiento nos exhorta Raúl en cada alusión al pasado. A comprender, además, que nunca será en vano reclamar la porción de territorio guantanamero donde se encarcela a hombres sin derechos legales ni justificación creíble; a respaldar la unidad cuyos orígenes martianos desembarcaron en Playitas de Cajobabo, y a rebelarnos si los defensores de la hegemonía mundial osan adoctrinarnos a lo Monroe, queriendo madurarnos como «fruta».    

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