Entre las auditorías de conflictos subyacentes de nuestra sociedad que la actual crisis sanitaria proyecta hacia un primer plano, está uno para observar. No es porque sea mayor o menor con relación a otros. Este al que nos referimos es molesto. Irrita. Alarma. Llena de desconcierto. Pero, por sobre todas las cosas, entristece.
Hablamos, sencillamente, de la falta de liderazgo de las familias sobre los adolescentes. Y fíjese: no mencionamos la palabra autoridad, la cual pudiera confundirse con despotismo, falta de diálogo o comprensión.
Nos referimos a esa otra dimensión de las relaciones con los hijos, en la que debe primar el respeto al espacio de unos seres humanos que se encuentran en una etapa de cambio, pero en las cuales también deberían existir los necesarios mecanismos de control, y más en estos momentos.
Decimos esto porque a lo largo de las más recientes jornadas de pandemia, en los saltos entre rebrotes, uno de los fenómenos percibidos en los barrios (con todos los matices posibles) es el de adolescentes en plenos actos de violación de las medidas más elementales de protección ante la COVID-19, y con un añadido: el de contar con el beneplácito o el desentendimiento de padres y madres.
El asunto se agrava cuando algún vecino hace el comentario o menciona el problema; procura una alerta o, al menos, una comprensión de los peligros («Mira, se pueden enfermar ustedes también», le dicen) y lo que se encuentra es una defensa a ultranza de lo que hacen sus hijos.
No pocas veces se escuchan frases lapidarias: «Tú no eres quién para meterte». O una bien fuerte: «Ellos hacen lo que a mí me dé la gana». Esas actitudes guardan relación con otras, percibidas desde hace unos cuantos años (muy comentadas cuando ocurren; aunque vistas ya con una peligrosa normalidad) y que se aprecia cuando los padres desafían la autoridad de la escuela, por ejemplo, y justifican cualquier desatino de sus hijos.
Este es un asunto en el que se debe profundizar entre los científicos sociales: el de cómo una disfuncionalidad o el deterioro de ciertos valores en las relaciones de familia y la sociedad, ha podido incidir en la presencia de contagios por COVID-19 en la población pediátrica en Cuba.
Ya una alerta en ese sentido se lanzaba a mediados del pasado año, cuando un equipo multidisciplinario, representando a varias instituciones científicas del país, advertía del incremento de la infección por SARS-CoV-2 en la población adolescente e infantil en Cuba, y señalaba el papel desempeñado por las relaciones entre vecinos y familiares en la propagación de la enfermedad.
Precisamente uno de los modelos de contagio establecido por los investigadores apuntaba a la extensión del virus en una comunidad a través de una novia o novio de una familia infectada. Otra modalidad, no menos dañina, era la del contagio de una persona a otras en la que el «agente transmisor» era un menor de edad.
Si a esos análisis les añadimos la dejadez de los mayores, entonces el caldo de cultivo para la permanencia de la COVID-19 entre nosotros tiene un ingrediente bastante tenebroso bajo los ropajes de la irreverencia juvenil.
Algo así apareció a la vista hace poco. Era ya por la tarde y en la otra cuadra, en medio de la calle, se veía un jolgorio juvenil (nasobuco quitado, distanciamiento físico desaparecido, microsalivas por todo lo alto y la COVID-19 de fiesta con dos casas cerradas en las cercanías). Cinco muchachos se montaron en un triciclo de carga y salieron a toda velocidad. Las risas se escucharon por unos segundos. Un vecino sacó una cuenta. Si los detenía la policía o algún inspector —comentó—, la multa más baja sería de 2 000 pesos por cabeza: casi el salario básico de un hogar. Otro hizo una pregunta: «¿Y si además de eso, alguno de ellos tiene el virus? ¿Qué pasaría?». Entonces, ante los testigos, por solo unos segundos, las sonrisas de los jóvenes dejaron de ser de alegría o de irresponsabilidad. Porque cuando desaparecieron por una esquina, se volvieron algo peor. Era la sonrisa de la muerte.