No me gusta la ritualización formal de las efemérides. La historia —lo sabía muy bien Carlos Marx— es un proceso complejo, forjado a través de la interdependencia de factores diversos no exentos de contradicciones. Los acontecimientos relevantes constituyen síntesis de este navegar a lo largo del tiempo. Evocarlos resulta, ante todo, un camino abierto a la reflexión y a la relectura creativa del pasado en función de las demandas acuciantes del presente.
Las Palabras a los intelectuales sentaron principios básicos de una política cultural sustentada en un amplio consenso, afirmativa de la singularidad de la Revolución Cubana, que se distanciaba de prácticas establecidas en la Europa socialista a partir de la implantación del llamado «realismo socialista» como principio estético que habría de presidir la creación artístico-literaria.
En términos concretos, desde 1959 se fundaron instituciones destinadas a auspiciar el fomento de las diversas manifestaciones artísticas y su circulación entre un público en progresivo crecimiento. Transcurridos apenas tres meses desde la victoria de enero, se fundaba el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic).
Todo estaba por hacer. Tan solo Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea habían cursado estudios en Roma. Los nuevos cineastas habrían de formarse en la práctica, según una estrategia que concedió prioridad al documental. Al mismo tiempo, había que lanzarse al mundo en procura de la adquisición de la base técnica indispensable para la producción industrial. Se emprendió, a la vez, la conquista de amplios sectores de público. La imagen en movimiento llegaba a rincones del país que no disfrutaban todavía de los beneficios de la electricidad.
En menos de diez años, los resultados de la maduración del proyecto inicial eran palpables. Se habían filmado ya obras de una marca identitaria y de una aproximación crítica y reflexiva a las realidades de la construcción del socialismo desde una óptica tercermundista y descolonizadora. A modo de ejemplo ilustrativo, basta con citar Lucía, de Humberto Solás, así como La muerte de un burócrata y Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea.
Sin embargo, la valoración del papel desempeñado por el Icaic en el desarrollo de la cultura nacional no puede limitarse al recuento de su filmografía. En Alfredo Guevara, intelectual de sólida formación, acicateado siempre por la necesidad de renovar el aprendizaje adquirido y hombre entrenado en la acción política desde su primera juventud, anidaba una visión estratégica de mayor alcance.
En un país en Revolución, orientado hacia la construcción del socialismo en circunstancias de lucha frontal con el imperio, obligado a superar el lastre del subdesarrollo y del legado neocolonial en lo objetivo y también en lo recóndito de la subjetividad, los nuevos cineastas tenían que adquirir el necesario know-how a la vez que crecían en lo intelectual y en el manejo de las ideas más avanzadas del momento.
En Cuba palpitaba un hervidero de ideas con repercusiones más allá de nuestras fronteras. Había que asumir en toda su complejidad una realidad mutante presidida por su intrincada interdependencia de los fenómenos. Guevara hizo del debate interno y participativo un ejercicio pedagógico cotidiano, centrado en el análisis colectivo de la creación nacional e internacional, atendiendo a sus valores estéticos, sin descuidar por ello el abordaje de sus contextos.
El sistemático intercambio de ideas, asentado en una práctica artística concreta, ayudó a configurar una base conceptual en torno al papel de la cultura en la construcción del socialismo en las condiciones específicas de Cuba. A partir de esa plataforma, los cineastas cubanos se proyectaron en la esfera pública como protagonistas de algunas de las polémicas fundamentales en el efervescente clima ideológico de los 60 del pasado siglo.
Transdisciplinario por naturaleza, el cine convocó a escritores, artistas plásticos y músicos. Algunos de los más significativos compositores de la época, en estrecha colaboración con los cineastas, contribuyeron con sus partituras a la producción de sentido de nuestros filmes más reconocidos.
Apegados a las conmemoraciones, hemos dejado pasar por alto, sin embargo, la fecha de creación del Grupo de Experimentación Sonora del Icaic. Orientado por el maestro Leo Brower, fue taller fecundo que favoreció la altísima calidad musical, preñada de contemporaneidad, que contribuyó al nacimiento de la Nueva Trova y alcanzó extraordinaria resonancia con el movimiento de la Canción Protesta.
Al igual que en el cine, a través de la música se interconectaban las venas abiertas de América Latina. Se derribaban los muros que separaban artificiosamente lo culto y lo popular y se eludía así la trampa del populismo, portadora inconsciente de una elitista subestimación del pueblo, también duramente criticada por Ernesto Che Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba.
A riesgo de incurrir en la peligrosa desmemoria, el recuento del proceso de la cultura cubana en la etapa revolucionaria sigue siendo asignatura pendiente. En los tiempos que corren, emprender la investigación necesaria constituye tarea impostergable.