El último número de la revista Casa de las Américas rinde homenaje a Roberto Fernández Retamar, quien fue su director durante muchos años. Contiene, entre otras cosas, una excelente selección de su poesía y de sus ensayos. Volver a esas páginas, conocidas ayer, recién salidas del horno, me ha quemado los dedos y me ha sumergido en la tormenta de ideas que involucró a nuestra generación, a la vez que me confirmaba la vigencia de ese pensamiento en la hora actual.
Juntos recorrimos un largo camino, adquirimos conciencia generacional, compartimos peleas e instantes de angustia, perplejidad y regocijo, tanto como días de inmensa plenitud. Maestros ambos, pudimos observar el paso de las generaciones que sucedieron a la nuestra, sabedores de que ninguna es homogénea, que están definidas por el cabal entendimiento de los referentes de una época, que en cada una coexisten los indiferentes, los conformistas y los portadores de una fecunda inconformidad, volcada hacia el batallar por el mejoramiento humano. Los jóvenes que van emergiendo son hijos de un espíritu epocal, pero también son nuestros hijos, comprometidos como estamos en contribuir a su formación y en abrir las puertas a su integración participativa en la sociedad y a la realización de sus proyectos de vida.
Estábamos a punto de licenciarnos en la Universidad cuando Fulgencio Batista perpetró el Golpe del 10 de marzo. En esa madrugada el mundo pareció derrumbarse. Por eso, en el amanecer de enero del 59, Roberto dio a conocer su poemario Vuelta de la antigua esperanza. En las aulas, en el ámbito extracurricular de la Galería de los Mártires, en la entonces llamada Plaza Cadenas —ahora Agramonte— habíamos descubierto afinidades y diferencias, sentamos las bases de una concepción del mundo que nos situaba del lado de las ideas de izquierda, el lado del corazón.
Sobrevolar de un golpe la selección antológica conduce a calibrar la apasionada lucidez de un pensamiento de raíz martiana y asiento latinoamericano. Roberto Fernández Retamar fue un ferviente lector de José Martí desde su primerísima juventud. Los textos del Maestro forjaron la matriz de una visión del mundo enriquecida luego con el acercamiento creativo a la obra de Marx, con la revelación de las páginas de Frantz Fanon y con las vivencias del activo participar en el tiempo de la Revolución Cubana. Dueño de ese instrumental, puede ir revelando la compleja naturaleza del legado colonial, desde la marca violenta de la conquista y el despojo de las riquezas, el afianzarse de la dependencia en el todavía vigente ejercicio neocolonial, hasta la construcción de mentalidades sometidas a la fascinación ante el modelo impuesto desde fuera, lo que convierte, también en el plano conceptual, a muchos nativos en aliados conscientes o inconscientes del poder dominante. Así ha ocurrido en los casos de la contraposición entre civilización y barbarie, tanto como en la apropiación acrítica de una ambigua visión de modernidad.
Autor de Facundo, un clásico de la literatura latinoamericana, el argentino Domingo Faustino Sarmiento dejó sentada, sin embargo, una matriz de opinión de inspiración neocolonial. Su tesis fundamental opone civilización y barbarie. Su modelo civilizatorio consiste en trasplantar a nuestras tierras, de manera acrítica, las fórmulas desarrollistas europeas, sin descartar las procedentes de Estados Unidos que, por aquel entonces, no habían alcanzado en su expansión los territorios del cono sur del continente, todavía subordinados al poder económico de la Gran Bretaña. Asociaba a la barbarie la realidad más profunda de la América mestiza. José Martí, uno de los hombres mejor informados de su tiempo, advirtió las peligrosas quebraduras latentes en esa visión. Para nuestra América su plataforma enraizaba con el reconocimiento de nuestra especificidad. Podíamos asimilar los conocimientos del mundo siempre que el tronco nutricio fuera el nuestro, tal y como lo entendieron después los revolucionarios más lúcidos nacidos en nuestros países.
En José Martí la percepción realista del presente y su perspectiva de futuridad resultan aún más admirables si se tienen en cuenta las corrientes filosóficas dominantes en el siglo XIX. El positivismo, deslumbrado por los rápidos avances de la ciencia, sostenía una confianza absoluta en el continuado progreso material como fuente de la felicidad humana. Como lo demuestra la bandera del Brasil, estas ideas arraigaron en un sector del pensamiento latinoamericano.
El concepto abstracto de modernidad se planteaba para nosotros en esos términos, equivalentes a las concepciones tecnocráticas de nuestros días. No comprendieron ayer que, en muchos aspectos, el modelo establecido internacionalmente dimana del capitalismo y nos condenaba a ser meros productores de materias primas. Martí encarnó, en su tiempo, la auténtica modernidad. Es la que concilia desarrollo científico con justicia social y plena realización humana. Entre tantos desafíos, nos incumbe apropiarnos del más amplio caudal de conocimientos en lo científico y en el campo del pensamiento, así como resguardar lo mejor de nuestra tradición intelectual.