Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El valor de la dignidad

Autor:

Rafael Hidalgo Fernández

No se cambia dignidad por estatus, ni siquiera por el de la libertad que todo ser humano necesita, defiende y desea. Honrar en la práctica este principio multiplica el decoro y la autoridad de quien lo hace. Luiz Inácio Lula da Silva, con mucha firmeza y naturalidad, lo está demostrando. ¡Todo el respeto del mundo para él!

Admira verlo y escucharlo afirmar, el pasado 27 de abril, en su primera entrevista pública luego de más de un año de injusta prisión: «Podré seguir preso cien años, pero no cambiaré mi dignidad por mi libertad». Esta posición la ha mantenido constante en todas sus declaraciones posteriores.

El pernambucano de humildísimo origen social que el pasado 27 de octubre cumplió 74 años, simboliza el tipo de líder cuya sensibilidad humanista y social es tan grande como su moral. Ello explica por qué la derecha brasileña y la internacional lo necesitan preso.

Lula revela la fuerza aglutinadora y movilizadora del factor moral en la política; identifica con precisión el papel simbólico del sacrificio —del suyo— para abonar otro modo de hacer política en el país y particularmente en la izquierda; y percibe, con la fina sensibilidad del maestro, que no se puede hacer buena política a partir del odio irracional, como el que hoy corroe a todos los segmentos de la sociedad brasileña, al son de los tambores de guerra de Jair Bolsonaro.

Así lo confirma cuando alude a que él lucha contra el odio a sus victimarios, porque sentirlo acelera, a su edad, la muerte. Lo dice así, en su peculiar estilo de abordar el asunto más serio del mundo con un toque de humor.

Pero el mensaje, en este caso, queda grabado como un valor referencial para hacer política con mayúscula, en Brasil y en toda la izquierda continental: lo importante es defender con firmeza las ideas y las causas que se juzgan necesarias y justas, con pasión y sentido constructivo.

La naturaleza generosa de su personalidad, esa que siempre manifestó con una mezcla de alegría, picardía y buen gusto en sus relaciones interpersonales, y en su desempeño como dirigente político y estadista, ahora en la cárcel se mostró de manera plena y adquiere por ello un simbolismo ético que será en el futuro, sin la menor duda, más duradero e influyente en la cultura política de la izquierda brasileña e internacional.

En resumen, el líder brasileño no solo está dando una lección práctica de lo que es la coherencia ética y la dignidad como valor supremo, sino que coloca en la política de su país un desafío simultáneo a la derecha seudomoralista que lo juzga, estructural y esencialmente corrupta, y al amplio espectro de izquierda, de centro-izquierda y progresista que le sigue.

A este último le lanza el desafío de mirar mucho más allá de las contiendas electorales y de las disputas de espacios políticos coyunturales. Al respecto alude en otra entrevista a la necesidad de resolver el tema de la unidad mediante la identificación de un programa de lucha que tenga como centro la defensa de la soberanía nacional, dentro de lo que concibe como un gran frente antineoliberal.

Por la particular combinación de sus rasgos de personalidad, de su visión del poder y de cómo ejercerlo del mejor modo, Lula revela conocer —y muy bien— que poder y autoridad no son atributos equivalentes, y que menos aún coexisten de forma automática.

Está dando cátedra sobre cómo, con firmeza y coherencia, se puede fortalecer la autoridad personal y política en las más adversas circunstancias.

Al plantear que su prioridad es que su inocencia quede al ciento por ciento clara y que no acepta casa por cárcel, no solamente elude una de las trampas que la derecha está tratando de tenderle, sino que confirma aún más que está dispuesto a pagar bien caro el precio de su dignidad y decoro. Tales posiciones solo son capaces de asumirlas quienes se saben inocentes de los delitos por los cuales son indebidamente juzgados.

Lula demuestra en cada declaración y actuación que fue, es y será más demócrata y republicano que todos los que hoy lo acusan y denigran. Sobran los hechos para dar sustento a esta afirmación.

La izquierda continental demanda de líderes como él, que sean capaces de construir amplios consensos, desde el ejemplo, y a partir de la idea que Fidel subraya con mucha fuerza al definir el concepto Revolución: «Ser tratado y tratar a los demás como seres humanos», desde el más estricto respeto a todos y todas, sin mirar condición social alguna.

En el contexto brasileño es, hoy por hoy, la figura con todas las credenciales, personales y políticas, en capacidad de conformar una vasta alianza de voluntades para detener la actual orgía neoliberal, que por su esencia es entreguista, antinacional y corrupta.

Este liderazgo excepcional se ha fortalecido durante el año y medio que lleva preso. Ello se explica no solo por el desempeño político coherente que ha mantenido, sino por su admirable capacidad sicológica y moral para transformar las adversidades y sufrimientos de esta etapa, en ideas y proyectos constructivos para el país y sus sectores más humildes.

En el caso de Lula, la cárcel le ha permitido mostrar al mundo, de manera plena, su dignidad y decoro. Ambos valores retan todos los días a la élite de ultraderecha que le teme, entre otras razones, porque no está acostumbrada a conductas políticas sustentadas en principios éticos.

Solo alguien de mucha entereza moral jura ante la tumba de su tierno nieto de siete años que un día le visitará para mostrarle que hubo justicia, y que su inocencia quedó probada al ciento por ciento. A esta causa dedica con «obsesión», como suele confesar, todas sus energías.

Por su fuerza de espíritu, con certeza triunfará. Desde la solidaridad con su causa estamos en el deber de contribuir a que así suceda. Todo cuanto hagamos será poco.

Nuestro pueblo, generoso y solidario, lo sabe perfectamente. Ello explica por qué, con entusiasmo, se ha sumado a la campaña mundial en favor de la anulación de todos los juicios contra Lula.

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