Entre La diligencia, de John Ford y con John Wayne en el protagónico, y la película Ben-Hur, de William Wyler y Charlton Heston en la primera línea del reparto, se encuentra un elemento en común y que el tiempo no ha logrado desaparecer. ¿Saben cuál es? Los caballos. Sí, pero lean bien: no cualquier caballito, sino precisamente los que tiran de un vehículo conducido por el auriga, no importa su tipo y tamaño.
En buena parte de las mejores de esas escenas, y de ahí su encanto, los caballos daban el toque de distinción en los dos largometrajes. Por eso ver algunos coches se convierte en una fiesta íntima, en una reminiscencia de ambas películas, al divisar algunos caballos altos, fuertes, de pecho amplio y cabeza erguida, con un andar elegante con el que las crines se mueven al compás de los movimientos.
En estos casos, por algún mecanismo del subconsciente, junto con el recuerdo de las cintas, a uno también le aparece la imagen de Héctor Paz Alomar, gran amigo y maestro de periodistas, cuando nos decía mientras admirábamos los corceles: «Compadre, usted tiene el mismo gusto que las yeguas».
En la inevitable vuelta a la realidad, la admiración hacia esos equinos no disminuye. Pero vale meditar sobre ciertos hechos, sobre todo cuando vemos cómo en los últimos tiempos ha aparecido, al menos en la ciudad de Ciego de Ávila, una tendencia en ciertos cocheros y carretoneros a azuzar a los animales y lanzarlos a toda carrera en plena vía pública.
Por lo general las carreras se veían al atardecer, pero ahora empiezan a «pulular» después del mediodía. Una escena digna de filmar la vimos hace poco, cuando tres coches cargados de hierba, con unos «purones» y «jovenazos» a las riendas se lanzaron a toda velocidad por la calle Ciego de Ávila, se llevaron las señales de parada en Maceo y Honorato del Castillo, y por algún suspiro de racionalidad algo les dijo que debían detenerse o el desastre iba a ocurrir sin remedio alguno.
A 50 metros de la esquina con Marcial Gómez, el coche de puntera se desvió hacia la senda contraria. El caballo se encabritó sobre la marcha, justo cuando un hombre en bicicleta —gordito, con camiseta y gorra, coloradito por antecedentes gallegos y hemoglobina en 25— doblaba por esa vía. En ese instante, el ciclista se puso más blanco que las sábanas de Gerardo Alfonso en la canción de homenaje a La Habana. Su suerte (la de todos) fue que iba despacio y pudo deslizarse (boca y ojos bien abiertos) entre esos aurigas de la muerte.
De haber ido a un poco más de velocidad, la zona de duda hubiera sido menor, y lo más probable es que el hombre hubiera terminado en el pavimento, machacado y pateado por los animales. Lo irritante en el episodio era la mezcla de irresponsabilidad e impunidad hacia la ciudadanía y los animales. Porque los «conductores» levantaban los brazos, silbaban y se gritaban, y así cruzaron frescamente la calle: sin ningún pudor.
Al repasar la película, cuadro a cuadro, en la memoria a uno le queda la certeza de que el héroe de la cinta fue el caballo del primer coche. Antes de que su dueño cayera en la cuenta, el animal percibió el peligro de la esquina y empezó a erguir el pecho y a doblar el cuello en un intento de frenar. Sus patas se pusieron más rectas y cuando las riendas le halaban la cabeza en señal de freno, hacía ya rato que él intentaba parar. Ese fue el suspiro de racionalidad en la tarde.
Los coches se alejaron y quedaron las preguntas. Se afirma, en ocasiones de forma muy categórica, que los humanos somos la especie más evolucionada del planeta Tierra. La que cuenta con mayor capacidad de raciocinio, de comunicación y discernimiento. Que nuestras habilidades, sobre todo intelectuales, superan con creces a las demás especies que conviven con nosotros.
Sin embargo, al percibir la hidalguía del caballo aquella tarde, a uno no le queda más remedio que preguntarse si, de de vez en vez, no sería bueno para ciertos «seres superiores» aprender un poco de los animales. Desconozco su respuesta; pero la mía, sin lugar a duda, es que sí.