El hijo de un buen amigo está a punto de graduarse en la Universidad. Hace poco tocó a mi puerta. «¡Hola, Juan!», me saludó. Papá quiere saber si puedes ayudarme con la impresión de mi tesis. Discuto pronto y aún la tengo en borrador». Sin titubear le dije que sí. ¿Cómo negarle eso a un joven al que casi vi nacer? Le advertí que mi impresora no era láser, sino de cinta. «Tranquilo, el asunto es resolver», dijo. Y seguidamente me dio una memoria flash con el documento dentro.
Mientras iba colocando una a una las hojas en mi estrepitoso equipo, desfilaron por mi memoria los años 70 del siglo pasado, cuando ejercí como profesor. Por entonces lo único que pudiera parecerse a una impresora actual eran los ya olvidados mimeógrafos, unas máquinas enormes —manuales unas y eléctricas otras—, y tan escasas que para recurrir a estas casi se necesitaba una recomendación «de arriba». ¡Cuántas gestiones debían realizarse para reproducir 20 copias de un examen!
Pero imprimir algo en un mimeógrafo no era coser y cantar. Antes debía picarse una matriz —la llamaban esténcil—, en una máquina de escribir a la que, previamente, se le retiraba la cinta. Al golpear sobre ese soporte, los tipos les hacían huequitos con la forma de las letras. A través de estos, y ya montada la pieza en el dispositivo, penetraban pequeñas cantidades de tinta que imprimían el texto sobre las hojas.
Las «tiradas» en los mimeógrafos provocaban frecuentemente contratiempos y embrollos. Uno de los más fastidiosos era que cada esténcil apenas garantizaba 50 o 60 copias, pues estas suertes de «memorias» originarias solían estropearse si sobrepasaban esas cifras. Así, en ocasiones la impresión resultaba en un total desastre, con las hojas blancas manchadas de tinta, y en el peor de los casos, ilegibles.
Con el mimeógrafo competía un pariente suyo de menor tamaño, aunque tecnológicamente superior: el dito. Hacía duplicados impecables, pero estaba sometido a un singular acoso, pues trabajaba con alcohol etílico, un producto que, por aquella época, era toda una tentación para los bebedores. A imagen y semejanza del esténcil, el dito usaba una matriz perforada en una máquina de escribir y montada sobre rodillos entintados.
Mientras miraba cómo la tesis del muchacho cobraba elegante compostura entre el traqueteo de mi impresora, rememoré el contexto en el que compuse mi ejercicio académico, allá por los albores de los años 90. El boom digital en Cuba estaba aún por irrumpir, por lo que debí teclearla en una vetusta Olivetti que alguien me prestaba al anochecer en una sucursal bancaria cercana a mi casa. Solamente que, a riesgo de pecar de ingrato, aquella máquina me disparaba el estrés, pues se encabritaba al menor descuido y machucaba las letras cuando estaba a punto de terminar sin errores una página completa.
Comparadas con los ordenadores, las máquinas de escribir de otrora se nos antojan hoy «cromañones», auténticas piezas de museo. Carecían —entre otros cientos de opciones—, de variedad de fuentes, tamaños electivos y corrector ortográfico. El dedo que pulsara la tecla equivocada podía arruinar un documento. La palabra incapaz de escribirse completa al final de una línea, se dividía con un guion. Y si de copias se trataba, las secretarias solían echar mano al papel carbón cuando los originales exigían replicarse más de una vez.
En la actualidad, las técnicas vinculadas con la impresión avanzan a tal ritmo que, por lo menos a mí, me desconciertan. Lo de las impresoras en tercera dimensión (3D) parece cosa de otra galaxia. No me siento preparado para explicar sus sutilezas. El futuro depara sorprendentes novedades. ¿Hasta dónde llegaremos? Ni una bola de cristal podría predecirlo.
A los dos días de su visita, el hijo de mi amigo regresó a recoger las copias de su trabajo. Quedó complacido y así me lo hizo saber. «Yo no hice nada, las gracias se las das a la impresora», bromeé. Intenté pasarle la «película» de cómo han evolucionado con el tiempo las técnicas de impresión. Pero enseguida advertí que el tema no consiguió entusiasmarlo.
Fueron los copistas del antiguo Egipto, reproductores de textos sobre papiros utilizando plumas de caña, y el alemán Juan Gutenberg, inventor en el siglo XV de la imprenta de tipos móviles, los pioneros de este alucinante universo de la impresión. Cuando el joven se marchó, pensé que sus futuros hijos obtendrán copias de sus trabajos investigativos con tecnologías mucho más vanguardistas. Así ha obrado siempre la dialéctica. Es la causa por la que la impresión —excúsenme si redundo—, nunca dejará de impresionarnos.