¡¿Si Martí fuera mi colega, mi compañero de trabajo?! Si pudiéramos imaginarlo allí, tal vez frente al micrófono, en la radio, detrás del cristal. ¿Cómo sería? ¿Qué tono, qué altura, qué color? ¿Qué temas trataría?
Durante un tiempo buscaron su voz. Se comentó que podría estar en un cilindro de Edison en Nueva York, que incluso una copia la había tenido en algún momento Carmen Zayas Bazán, su esposa; pero el milagro no ha ocurrido todavía.
Por el momento habrá que rastrear en aquellos que lo conocieron, como Enrique José Varona, que habla de que «su palabra era algo viviente», de Diego Vicente Tejera: «El que no oyó a Martí en la intimidad, no se da cuenta de todo el poder de fascinación que cabe en la palabra humana». (1)
El Maestro puso su mano y su estilo en la poesía, la epístola, la narrativa, el teatro… pero ante todo fue un periodista, para orgullo de todos lo que desandamos tan exigente camino. No rebajó un ápice la altura de sus ideas porque se tratase de una crónica. Y labró su eticidad como filigrana, como bandera. Así lo dejó escrito en el artículo Sobre los oficios de la alabanza, publicado en Patria, el 3 de abril de 1892:
«El vicio tiene tantos cómplices en el mundo, que es necesario que tenga algunos cómplices la virtud. (…) A quien todo el mundo alaba se puede dejar de alabar, que de turiferarios está el mundo lleno, y no hay como tener autoridad o riqueza para que la tierra en torno se cubra de rodillas. Pero es cobarde quien ve el mérito humilde y no lo alaba. (…)». (2)
Lo imagino frente al micrófono, alabando al humilde. Lo he escrito más de una vez. Martí nunca rebajó el poder de la palabra hablada. Ahí están sus discursos como torrenteras, y aquello que un día comentó a Enrique Loynaz del Castillo:
«Siempre que tenga necesidad de hablar (…) piense (…) en lo que han dicho los otros, y en los argumentos que debe usted emplear, y dígalo de improviso. Porque si usted recita lo aprendido, la emoción estará ausente, y será pálido y flojo cuanto diga (…) lo elocuente es la improvisación, caldeada con el énfasis de la verdad». (3)
Me quedo con el Martí sanador. Aquel que poseía un discernimiento de excepción, que podía develar un prisma otro de las cosas, el que reubica a Heredia en el panteón patriótico, el que salva a Zenea, el que justiprecia a los poetas de la guerra, a los heroicos del 1868, aquellos que «rimaban mal a veces pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara: porque morían bien (…)». (4)
A veces lo repetimos mucho, entresacamos ramas de todo su bosque de pensamiento; pero nos lo apropiamos menos. A Martí no es posible imitarle ni hará falta: son sus esencias y el eco de su trascendencia, lo que cabe en nuestra mochila. Las visiones sesgadas, la fidelidad confundida con el silencio, las croniquillas de ocasión… nada tienen que ver con el espíritu martiano.
A Martí le quitaría el polvo que algunos le agregan con una unción cuasi sacramental. Le daría un abrazo apretado, como compañero, como colega. Y le diría que me abraso con él, que ardo con él como una flama, con aquello que escribió en La Edad de Oro: «Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía». (5)
Notas:
(Tomado de Cubaperiodistas.cu)