Procedo de una familia de emigrantes. Compuesta de numerosos hermanos, la generación de mi abuelo no tenía modo de sobrevivir con los beneficios de una modesta panadería y un minúsculo pedazo de tierra en una aldea del norte de Italia.
Cuba acababa de acceder a la independencia. Diezmados los pobladores por la guerra y la reconcentración decretada por Weyler, el país abrió las puertas a quienes se dispusieran a trabajar e invertir, de acuerdo con la voluntad, heredada del siglo XIX, de blanquear la población. Para los que se aventuraron a cruzar el Atlántico, un país nuevo ofrecía la perspectiva de conquistar el sueño americano. A poco de llegar a La Habana, los Pogolotti se instalaron en Marianao. Así, pues, cada domingo había que cumplir con el ritual del encuentro familiar.
Desde el corazón de La Habana Vieja, el recorrido hasta la antigua Quinta Larrazábal resultaba bastante largo, aunque favorecía el paulatino descubrimiento del peculiar entorno marianense. Atravesábamos Puentes Grandes, asociado a la memoria de los Borrero, de Julián del Casal y de Carlos Pío Urbach, donde todavía funcionaba la antigua papelera, para encaminarnos a través de la Calzada Real de Marianao. Junto a lujosas residencias señoriales, protegidas por amplios y bien cuidados jardines, se apiñaban progresivamente núcleos de origen proletario, terminales de ómnibus y pequeños talleres y chinchales que ofrecían respuestas a la creciente demanda de ladrillos.
Esa compleja base social estimuló el desarrollo de un significativo activismo político que trascendió el ámbito local del periódico El Sol para integrarse al debate de temas que involucraban al conjunto de la nación. Desde los ya remotos 50 del pasado siglo, recuerdo de manera particular a Juan Manuel Márquez y Pastorita Núñez, ambos surgidos de lo más profundo del pueblo.
Juan Manuel Márquez, insobornable siempre, había conocido cárcel y persecución desde los tiempos del machadato. Fue el segundo jefe de la expedición del Granma y cayó, brutalmente asesinado, después de Alegría de Pío.
Pastorita, vinculada al Partido del Pueblo Cubano, se entregó en todos los frentes a la lucha contra Batista. Al término de la guerra, había alcanzado el grado de primer teniente del Ejército Rebelde.
Después del triunfo de la Revolución, su figurita modesta, valiente, y con una entrega total a las tareas encomendadas, se proyectó a través de todo el país.
La abolición de la Renta de la lotería formaba parte de un programa que tendía a desarraigar los costados más oscuros de las costumbres y la memoria cultural. Ya José Antonio Saco, en pleno siglo XIX, había criticado acerbamente la seducción ejercida en buena parte de la sociedad por los juegos del azar. Tan arraigado estaba el vicio que subsistió siempre, «por la izquierda», junto a la institución gubernamental, el trasiego cotidiano de la «bolita», hidra nunca extirpada del todo. La Lotería Nacional constituía, además, una fuente de soborno de políticos de toda laya mediante el reparto de las llamadas colecturías más o menos jugosas.
Abolida la Lotería, en febrero de 1959, se fundó el INAV (Instituto Nacional de Ahorro y Vivienda). Una de sus fuentes de financiamiento procedía de la venta de bonos reintegrables a plazo fijo. La empresa tenía como propósito acelerar la construcción de viviendas, uno de los grandes problemas que ha pesado históricamente sobre nuestro país.
Sin arredrarse ante la envergadura de la misión encomendada, Pastorita se valió del apoyo de equipos integrados por los mejores arquitectos y urbanistas de la época, etapa que coincidió con la maduración de las ideas de vanguardia en esta rama del conocimiento, tanto en lo técnico como en lo artístico dispuso también de obreros bien calificados.
Transcurrido más de medio siglo, causa admiración la magnitud de la obra realizada y la complementariedad de las soluciones adoptadas. Ahí está, incólume, ajustada a las demandas del buen vivir, La Habana del Este. Dispersos por la ciudad se conservan en perfecto estado edificios de apartamentos, modestos y funcionales. En algunos de ellos permanecen todavía sus fundadores. Aquí y allá, en la periferia de la ciudad, se preservan agrupaciones de pequeñas casas independientes. Muchas recibieron nombres en homenaje a los mártires de la Revolución, pero la memoria popular los evoca como las viviendas de Pastorita.
Con el paso de los años, con similar entrega, Pastorita se encargó de planes de desarrollo de la agricultura. Cuando empezó a percibir el peso de la edad, nada reclamó. Encontró refugio en una institución. Nunca doblegada ante las limitaciones impuestas por el desgastante transcurrir de la vida, siguió desarrollando iniciativas que alentaron la creatividad de sus nuevos compañeros, los adultos mayores.
El patrimonio no es la herencia recibida de un ayer definitivamente clausurado. Se sigue edificando en el presente y así habrá de ocurrir mientras exista vida. Su registro tiene que mantenerse en permanente actualización. En lo espiritual —ámbito de los valores—, en lo documental —espacio de la creación artístico-literaria— y en el plano de la construcción, el proceso de la Revolución ha ido dejando sus huellas, marca de las generaciones que han moldeado la época.
Urge recoger ese legado con mirada crítica, base de la reflexión indispensable en el momento de tomar decisiones respecto a un mañana que avanza sobre nosotros. De esta Habana en víspera de cumpleaños, corresponde conceder la significación que merece a las obras producidas bajo el auspicio de Pastorita, entre ellas el Conjunto Urbano de La Habana del Este. Justo es añadir, además, las que tuvieron otros auspicios, como la Cujae y el actual Instituto Superior de Arte. Volveré sobre el tema porque queda mucha tela por donde cortar.