Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El ascenso de los oficios

Autor:

Alina Perera Robbio

Había que ver la elegancia y felicidad con que mi abuelo materno, Mario Esteban, y sus hermanos, llevaban sus vidas en el mundo de la gastronomía. Los  Robbio eran hombres queridos y respetados en recintos capitalinos donde se comía bien —dejaron sus huellas en la cafetería de Kasalta, o en el restaurante El Polinesio del emblemático hotel Habana Libre, o en el de La Torre, ubicado en la cresta del edificio Focsa—; pero ellos iban más allá de los lazos sanguíneos para conformar con sus compañeros de oficio una familia de servidores que vivían orgullosos del trabajo.

Así recuerdo los 70 y los 80 del siglo XX, cuando cocinar, aderezar, flamear o adornar alimentos era un arte que solo los amantes de ese mundo dominaban; era un patrimonio intangible que por lo general pasaba de padres a hijos.

Todavía la Isla disfrutaba vestigios de la buena panadería, la repostería y la dulcería, además de la especialidad de lunchero, la cual era muy apreciada. Gozaban de buena salud la comida rápida en la cocina y otros quehaceres cuya materia nace de un talento casi siempre conectado con lo manual, con el humildísimo sustrato donde se deciden vitales asuntos de la vida como comer.

En medio de la crisis provocada en el país por la desaparición del socialismo en Europa del Este, aquellos escenarios que antes eran ocupados por hombres como los Robbio —a quienes importaba más la vocación que el bolsillo—, empezaron a tener la presencia de hábiles improvisados que buscaban a toda costa sobrevivir al atolladero económico. Ser cocinero fue visto por no pocos como una fuente posible para el autofinanciamiento, y como un camino expedito para el consumo alimenticio.

Cuando Cuba comenzó a vivir en pleno siglo XXI una nueva etapa de reconfiguración en lo económico y en lo social y como resultado de un proceso que conocemos como de «actualización» la dirección del país aprobó ampliar aun más la lista de figuras laborales desde las cuales los cubanos podían desempeñarse «por cuenta propia», así como flexibilizó e impulsó las formas de gestión económica no estatales, comenzaron a aflorar en el escenario nacional los restaurantes particulares, las cooperativas gastronómicas y los vendedores ambulantes de comida.

Ahora la nación, en medio de la batalla por cuidar su espiritualidad y fortalecer muchos de sus valores éticos, está urgida de defender baluartes como la vocación, el amor al trabajo, la elegancia, la excelencia, el buen gusto, la pasión por servir, y dejar agradables recuerdos. Cuba está necesitando crear escuelas de cocina, que sean suficientes en número, y buenas en contenido. El país, como si se limpiara los ojos, empieza a reconocerse en la imperiosidad de tener honestos actores del servicio en la gastronomía, ya sea nacional o internacional.

Por eso, afortunadamente y poco a poco, se van poniendo de moda los que saben de cocina. Los que trabajan poniendo en cada gesto de sus manos un mensaje de respeto, porque hacen bien las cosas, ascienden a espacios de vindicación, se sienten realizados como aquellos Robbio de mi estirpe, que eran los alquimistas, los maestros, los necesarios, el orgullo de los más jóvenes.

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