Anduvo de un lado para otro hasta arrimarse a una bahía en forma de bolsa, protegida por un estrecho canal. Al principio, fueron modestas casitas de adobe o madera colocadas de cualquier modo, sin pensar mucho en el trazado de las calles. A un costado, en lo que habría de ser más tarde la villa de Guanabacoa, sobrevivía un agrupamiento de los habitantes originarios de la Isla. En tan precarias condiciones los incendios eran frecuentes.
El puerto dio vida y razón de ser a aquel núcleo primario de un conglomerado urbano cuando empezaron a juntarse las flotas, en espera del momento propicio para emprender viaje a través del Atlántico cargadas con el oro y la plata de América, fuentes nutricias de la naciente acumulación de capital. Entonces La Habana tuvo que crecer y fortificarse mientras proveía hospedaje, alimentos y recreación a una población flotante que recalaba ociosa, año tras año, en las costas de la Isla. En ese tiempo de espera se reparaban las naves. Con la destreza adquirida en los oficios y la disponibilidad de cedros y caobas se construyeron embarcaciones para responder a las necesidades bélicas de la armada española.
El caserío primario se iba convirtiendo en ciudad. Se trazaron calles. Se establecieron elementales regulaciones urbanas.
En ininterrumpida expansión, la ciudad había adquirido un diseño urbano que ponía en valor plazas, construcciones simbólicas del poder dominante y viviendas de noble presencia, adaptadas a las exigencias del clima tropical. Los patios, ventanales y vidrieras de color destinadas a tamizar la luz solar les confirieron marca de originalidad. Otrora edificadas como medida de protección, las murallas se convirtieron en prisiones. Había empezado la marcha hacia el oeste. El Cerro acogió casas señoriales. Para los terrenos silvestres del Vedado se elaboró una de las concepciones integrales de desarrollo urbano más avanzadas de la época. Abierto a las brisas del mar, sus verdes parques y parterres contribuían a refrescar el ambiente. Dos hermosas avenidas, G y Paseo, adosadas a la suave colina, ofrecían el disfrute de la visualidad a un espléndido panorama.
La Habana se acerca a su medio milenio. Prosistas, poetas, músicos, pintores, viajeros venidos de otras latitudes han construido su mitología y han destacado su singularidad. Su presencia se manifiesta extensamente en la obra de Alejo Carpentier. Aparece en El siglo de las luces. Algunos de sus rasgos pueden identificarse en El recurso del método. Asoma en Concierto Barroco y ocupa buena parte de La consagración de la primavera. La encontramos en numerosas crónicas periodísticas del narrador cubano, quien la definió como «ciudad de las columnas» en uno de sus ensayos clásicos.
El escritor observó detalles de su arquitectura, el contrapunteo de luz y sombra en sus calles más antiguas y la amable protección que brinda a los paseantes la secuencia de portales que recorren el Prado y amplias zonas de La Habana del Centro, tan cercana a la obra de Fina García Marruz. Descubrió en la audaz y afortunada mezcla de estilos una libérrima y herética manera de apropiarse, transformadoramente, de los modelos llegados del otro lado del Atlántico, característica compartida con otras urbes del nuevo mundo.
El paso del tiempo, el crecimiento demográfico, el efecto de intervenciones improvisadas y el deterioro del fondo habitacional han dejado profundas cicatrices. La restauración de la zona más antigua revela, tanto a los nativos como a los visitantes que acuden en virtud de la apertura turística, los valores culturales y económicos de un legado monumental que en otras partes del continente fue arrasado por una falsa noción de modernidad y por una especulación financiera carente de las debidas regulaciones.
Al cabo de pocos siglos, nuestra Habana muestra los signos de una edad avanzada. Reclama inversiones que sobrepasan nuestra disponibilidad de recursos. Conserva, sin embargo, la riqueza intrínseca en un muestrario que recorre la historia de la arquitectura, desde nuestro austero barroco, su peculiar eclecticismo, sus muestras art déco, su contribución renovadora en los 50 de la pasada centuria, hasta llegar a significativos conjuntos edificados durante la Revolución. Preserva, además, su dimensión humana.
El desafío es enorme. Apremia definir conceptos para establecer las vías y las prioridades del hacer. Sin desdeñar la importancia de los monumentos paradigmáticos, la perspectiva de análisis debe situarse en términos de urbanismo, sustentado en un acercamiento interdisciplinario, integrador de diversidad de factores que intervienen en la vida de la ciudad.
Hay que restaurar redes: las invisibles, por subterráneas; las de comunicación, para vincular vivienda y centro de trabajo; las comerciales, las áreas verdes y los espacios de asueto, teniendo en cuenta también el peso de una población envejecida.
Se impone fortalecer y divulgar el marco legal regulador, garantía de preservación de los valores identitarios y base para la concertación de esfuerzos múltiples por parte del Gobierno, de los propietarios y de los municipios, decisivos en una ciudad extensa y de extrema densidad demográfica.
El medio milenio se nos viene encima. Es el momento propicio para abrir el horizonte hacia un punto de partida, para unir voluntades, para analizar los problemas que nos abruman, las oportunidades latentes para la salvaguarda de un legado valiosísimo y ofrecer a los habaneros un entorno acogedor, hecho a la medida del buen vivir.