Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Oficio de herrar

Autor:

Giselle Morales Rodríguez

Los golpes del martillo sobre el yunque entumecen hasta los huesos. En las sienes, el retumbar de los hierros viejos que se ablandan, rechinan, ceden. Solo Guillermo Rodríguez Bermúdez parece no darse cuenta, mientras sostiene el brazo en el aire y calcula milimétricamente el próximo mazazo.

«Es cuestión de adaptarse», dice, y sin pensarlo dos veces descarga el impulso sobre una herradura casi lista. La brisa se lleva el eco del estruendo, que se pierde en los trillos de El Pedrero y termina por no ser más que un taconeo sordo entre las patas de los mulos.

Nunca ha llevado registros; tampoco podría en el ajetreo de la cosecha, cuando las bestias desgastan sus herrajes de tanto sube y baja con el café al lomo. Guillermo, entonces, les pule los cascos, se agencia algún pedazo de cabilla y enciende la fragua, tal y como le enseñó su padre a principios de los 90.

En aquella época miraba las tenazas de soslayo, tratando de evadir un oficio al que se sabía predestinado sin demasiada vocación. Lo dejaba para luego, para un futuro indefinido que terminó siendo el 20 de octubre de 1992.

«Me acuerdo del día con exactitud porque, en esas coincidencias de la vida, mi padre murió exactamente 10 años después y me dejó solo con todos sus hierros», explica ahora, sin los desahogos de la memoria. Y pese a los resabios iniciales, terminó por gustarle eso de fabricar clavos, puntillas, arados y cuanto utensilio le pidieran en una zona apegada a la tierra.

Los recuerdos le vienen como ráfagas, mientras sostiene con una mano el metal sobre la fragua y con la otra se limpia el sudor de la frente. Más de dos décadas lleva junto a esa suerte de estufa que reblandece hasta el aluminio y «se traga cualquier cantidad de sacos de carbón»; más de 20 años derritiendo y moldeando minerales al rojo vivo.

Sin embargo, en el taller no se escuchan más traqueteos que los suyos, porque «de este oficio ya no se enamora nadie», reconoce. De seguro también así pensaba Hefestos, el dios herrero de la mitología   griega que forjó el escudo de Aquiles, el cinturón de Afrodita y las armas de todas las deidades del Olimpo, pero que parecía relegado a las sombras y el     anonimato.

Aunque tampoco por ello se queja Guillermo, enternecido entre sus aparejos al punto de terminar en apenas media hora un juego completo de herraduras. «Y si es con cabillas lo hago en 20 minutos —precisa—. Lo más trabajoso es el clavo de herrar, porque hay que dar muchos golpes con una mandarria chiquita; tengo que esforzarme bastante».

«¿Heridas? Miles, y patadas de caballo», añade, y a la mente le viene la anécdota del animal que le devolvió el gesto dejándole una de sus propias herraduras marcada en las costillas.

Entonces, mientras conversa, el alarido del hierro sobre el yunque se disipa, se alarga como por ensalmo, y no queda más remedio que reconocer la máxima de Guillermo: todo es cuestión de adaptarse. Bien lo saben los mulos, calzados y agradecidos, que esparcen loma arriba la fama de un herrero en el repiquetear metálico de sus cascos.

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