La meta por donde entran los corredores tras kilómetros de lucha es un nido de emociones: tantas y tantas historias de vida palpables solo con observar durante minutos, que uno se percata al instante de la grandeza de Marabana... De un lado, el Capitolio, imponente como siempre, incluso a pesar de los andamios y rastros de construcción; del otro, la Kid Chocolate, que su nombre mismo ya representa un templo para el deporte cubano. En resumen, para la historia quedan los ganadores de una competencia extenuante, pero lo cierto es que una maratón es más, muchísimo más que eso.
La Habana recibe a los andarines como mejor puede. Sol y aire fresco, condiciones climatológicas inmejorables para un circuito exclusivo. El corredor va luchando contra sus propias fuerzas, y a su alrededor tiene un impulso de valor gigantesco: las calles cubanas repletas de tradiciones autóctonas, su gente… una satisfacción doble para el visitante. Lo mismo te encuentras a un intrépido velocista tras la medalla, que a un anciano que apenas puede caminar, o un joven en silla de ruedas…
Diez minutos en la línea de meta son suficientes para notar un sinfín de sorpresas: uno tras otro, los competidores cruzan la raya final, con rostros rojos y sudorosos, extremadamente cansados. Casi ninguno, sin embargo, puede evitar la sonrisa, por muy leve que sea. Es el denominador común del competidor de Marabana.
Una mexicana, ya entrada en años, llega arropada por su bandera y unas plumas en el pelo. Parece una indígena maya, y la gente la aplaude nada más verla. Luce exhausta. Cuando se acerca al Parque Central le ofrecen una enseña cubana. La toma junto a la de su patria y encuentra fuerzas para trotar con ambas.
Justo unos segundos después, entra raudo un anciano, amputado de su pierna derecha, en una silla de ruedas. Dice que jamás ha faltado a la maratón habanera. Le da fuerzas para seguir adelante, aclara mientras por su mejilla comienza a descender, de forma imperceptible, una lágrima que seca con furor. No puede hablar más. Tampoco lo necesita.
Estaría un día contando lo que vi. Desde una pareja de europeos que, sin apenas cruzar la línea final, se fundieron en un abrazo, hasta el niño que entró de la mano de sus padres; un ajiaco de locuras y tradiciones nacionales extrapoladas al deporte.
Sería una nimiedad entonces aclarar que Marabana 2017 fue, una vez más, un rotundo éxito desde diversos puntos de vista. A nivel organizativo quedan muy pocas fisuras, fruto de un esfuerzo de años. Una noticia muy agradable para quienes se han involucrado en este ambicioso proyecto.
Por Prado pasaron este domingo atletas de todas las latitudes. Algunos disfrazados con atuendos típicos de sus naciones, otros con cámaras atadas al cuerpo para plasmar el trayecto, incluso hubo quienes no pudieron arribar a la línea de meta y prometieron regresar el año próximo para intentarlo otra vez.
La Habana tiene su maratón, como lo tienen Madrid, Londres, París o Boston. Un gran evento a la altura de una gran ciudad. Todavía quedan muchos ecos de la carrera por contar, aunque lo más recomendable es que usted la viva. El 18 de noviembre de 2018 tendrá la oportunidad, cuando Marabana regrese a las calles de la capital.