La incipiente brisa citadina parecía adentrarse de pronto entre los herméticos cristales. Respiré. La fragancia era familiar, quizá a hierba mojada, o a lluvia recién caída, o a rutina. Sí, probablemente a rutina. El sueño, cual guerrero indomable, logró vencerme durante más de dos horas en los incómodos asientos del ómnibus. Abrí los ojos y vi, aun borrosa, una casa de tabaco con techo verde y grandes surcos paralelos.
Pinar se acercaba. Lo noté al instante. Faltaba poco más de media hora para arribar. Pensé: ¿quién le diría a este guajiro vueltabajero que estudiaría en la capital, y que al llegar al terruño natal cada tarde de viernes sentiría la nostalgia de 19 años pletóricos de vivencias? Todavía estaba en Consolación del Sur.
Recuerdo cuando con solo unos añitos recorría las calles desiertas y alomadas de mi ciudad en las tardes de domingo. A ambos lados, las emblemáticas casas coloniales de grandes tejados y arquitectura ecléctica, que siempre comparé con las damas más elegantes. Era una costumbre mía corretear por sus estrechos portales ante el reclamo incansable de mi madre.
Pero «el tiempo no pasa en vano», como suelen decir los que peinan canas. Las peripecias del destino me han relegado a ser un visitante en lo que un día fue mi hogar. Lo que antes parecía rutinario hoy me causa un sentimiento extraño, muy estimulante.
La nostalgia me ha hecho considerar un lujo sentarme en uno de los bancos del Parque de la Independencia, ícono de la ciudad, o charlar sobre béisbol con los fanáticos de siempre, los insaciables; o visitar el estadio Capitán San Luis, todo teñido de verde, cuyo ambiente extrañé mucho al verme sentado en un palco del impresionante Latino.
Muchos me cuestionarán por desaprovechar la oportunidad de asistir los fines de semana a los mejores lugares de La Habana a cambio de viajar a un pequeño pueblo sin ningún encanto aparente. Y puede que tengan razón, Vueltabajo no tiene grandes cines, ni edificios de más de 12 plantas, ni Malecón, ni Capitolio. De hecho, todavía anhela un bulevar. Pero no sé, hay una fuerza que atrae y me hace encontrar allí el espacio personal que necesita todo ser humano para ser feliz. Quizá sea por ese regionalismo romántico del que no podemos despojarnos.
Abro los ojos. Vislumbro una hilera de pinos que marcan el centro de la carretera. Ya estoy en Pinar, mi Pinar, el lugar donde nací, viví y vivo los mejores momentos. Me siento más sosegado, lejos del permanente ajetreo de guaguas y almendrones que colman las arterias habaneras. Encuentro la paz.
Esa vieja dama de 150 años llamada Pinar del Río se acicala para no aparentar el siglo y medio con que cuenta, aferrándose a no envejecer, a renovarse sin perder su esencia. Al parecer, la legendaria guayabita tiene poderes sobrenaturales para mantenerla intacta.
Y estoy deslumbrado, porque ahora desde lejos noto mi ciudad más primorosa que nunca, con su gente caminando de arriba a abajo como hormigas que laboran en busca de alimento, hasta dejarla sola, abandonada cuando por fin cae la noche. Entonces me quedo solo con ella. Y otra vez me atrapa la nostalgia de aquellos tiempos en que, aún pequeño, corría por allí.