Las gentes de mi barrio, el de San Juan de Dios, eran personas humildes que preservaban la noción de la decencia. Había carpinteros, dependientes de tiendas, maestras jubiladas y graduadas normalistas que nunca consiguieron plazas, abogados convertidos en distribuidores de prospectos de medicinas en las consultas privadas, empleados de oficinas. En el hogar de algunas de mis compañeras de juego se confiaba en que la elección de Grau San Martín a la presidencia de la República contribuiría a solucionar los males de la nación. La esperanza se fundaba en el recuerdo viviente del Gobierno de Grau-Guiteras que siguió al derrocamiento de la dictadura machadista y no pudo sobrevivir al golpe perpetrado por el embajador Caffery con el respaldo de Batista y Mendieta.
Poco duró la euforia de las multitudes que rodearon el Palacio Presidencial el día de la toma de posesión de Ramón Grau San Martín. El célebre ciclón de 1944 trajo los primeros negocios turbios. Los escándalos se multiplicaron y los grupos armados ajustaban cuentas en las calles. Hubo personajes de siniestra catadura que alcanzaron la celebridad. Había llegado la hora del desencanto. Entonces, Chibás se desprendió del Partido Auténtico al que había pertenecido. Fundó su contraparte, el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo).
En el barrio, cada domingo, a las ocho en punto de la noche, se escuchaban sus arengas. Para muchos desencantados de ayer, renació la esperanza. Elaborado con la colaboración de Leonardo Fernández Sánchez, antiguo colaborador de Julio Antonio Mella, el proyecto proponía independencia económica, libertad política y justicia social, aunque no se declaraba abiertamente antimperialista. Todo indicaba que habría de ganar las elecciones del 52, frustradas por el golpe de Fulgencio Batista, a pesar de que el dramático suicidio del fundador había quebrantado la capacidad de convocatoria, animada por la voz de Chibás. Todo apunta a que, de haber obtenido la victoria electoral, sus menguadas fuerzas no hubieran podido afrontar los males de la República, aquejada por una profunda crisis estructural de raíz económica.
Por otra parte, el sistema electoral vigente se sostenía en una maquinaria política que para su funcionamiento necesitaba buen aceitado y adecuada alimentación, vale decir, componendas y concesiones, todo lo cual comprometía de antemano la futura ejecutoria gubernamental. Para organizarse a escala nacional, los ortodoxos tuvieron que abrir espacios a viejos políticos, verdaderos caciques en algunos territorios del país. El Partido Ortodoxo, con vistas a las batallas electorales, se había convertido en un conglomerado heterogéneo donde coexistían políticos hechos a las lides tradicionales, intelectuales de limpia trayectoria, poco duchos en los menesteres de una práctica concreta. Se había constituido, además, en imán para un sector juvenil radical, deseoso de impulsar las profundas transformaciones que la nación demandaba.
La extrema fragilidad del Partido Ortodoxo se puso de manifiesto al producirse el golpe de Estado del 10 de marzo, protagonizado por Fulgencio Batista, casi en vísperas de las elecciones. Ante la ruptura del orden constitucional, se fragmentó en las múltiples tendencias que contenía en su seno. Con esas limitantes intrínsecas no fue posible diseñar una estrategia de resistencia que constituyera un factor de cohesión para la inconformidad popular. Se despilfarró de ese modo el capital político fundado en la continuidad de la esperanza renovada.
Sin embargo, en la noche en que, con un disparo se suicida ante los micrófonos de la radio, Eduardo Chibás quiso dar su último aldabonazo; estaba rodeado en el estudio por un grupo de compañeros. Se encontraba entre ellos un joven abogado, que se iniciaba por aquel entonces en las lides de la política nacional. Era Fidel Castro, portador ya de una visión de futuro y artífice de una estrategia que habría de llevar al derrocamiento de la tiranía. En las bases juveniles del Partido Ortodoxo encontraría el fermento vivo de las esperanzas resguardadas. La agrupación política fundada por Chibás ofreció el ámbito que acogió a una generación deseosa de proseguir la lucha por edificar la patria soñada. De esa célula originaria surgieron los asaltantes al cuartel Moncada. De ese germen, nació el Movimiento 26 de Julio.
Hijo de extranjeros, con formación cosmopolita y residente durante largo tiempo en otros países, mi padre se interrogaba acerca de las razones de su arraigo profundo y de su intenso amor por el sitio donde había nacido. Encontró respuestas en su vínculo con una historia y un pueblo, forjados en la lucha contra la adversidad, asidos siempre a la voluntad de construir una nación soberana. La prolongada guerra por la independencia había topado con la intervención norteamericana. Las fuerzas se reagrupaban y el enfrentamiento al machadato sobrepasaba, en su esencia más profunda, el derrocamiento de la dictadura. En la batalla habían caído líderes de excepcional mención. Llegaron nuevas desilusiones. Pero, en cada caso, se abrieron espacios políticos para refundar la cohesión y la esperanza.
La historia es maestra de la vida, pero sus vertientes son tan ricas como la realidad en que se afinca. Por eso, su estudio adopta múltiples perspectivas: la política, la social, la económica, la cultural. A esta última corresponde catar lo escurridizo, aparentemente inapresable, la memoria de una subjetividad en la que anidan valores y reservas morales. Captar esas esencias constituye un factor decisivo en la práctica del arte de la política. La figura de Eduardo Chibás merece el análisis objetivo que corresponde a los historiadores.
Yo no olvido su voz en mi barrio de San Juan de Dios, la vigilia popular junto a la clínica donde agonizaba y el entierro multitudinario que acompañó sus restos desde la Universidad hasta el cementerio de Colón. A la vera de su tumba se encontraron Abel y Fidel. Consciente de las limitaciones que condujeron a la disolución del Partido del Pueblo Cubano, Fidel encontró en sus bases el apoyo necesario para llevar adelante su estrategia de transformación revolucionaria.