Se llama Isabel de la Paz y está sentada junto a su madre en el piso de cemento del portal. Me dice que no tenga pena, que abra la talanquera y entre, que todo el que llega hasta allí es gente buena, gente en la que se puede confiar.
«¿Un buchito de café? Lo único malo es que no está acabado de colar», se disculpa, y yo le suelto a boquejarro lo que siempre respondo en estos casos: que a mí el café me gusta hasta en durofrío. Nos reímos muchísimo, ella porque pensaba que todos los periodistas eran formales y encopetados, y yo porque compruebo que el café y el calor siguen siendo en Cuba temas rompehielos.
Le pregunto cómo se vive en Providencia y me contesta, casi sin pensarlo, que de maravilla. «Aquí la gente se levanta por la mañana, se va a hacer sus cosas en el campo, los niños para la escuela, por la tarde las mujeres se enredan en los traqueteos de la cocina y por la noche, a ver televisor. ¿No ve? Como en cualquier otro lugar».
Pero Providencia no es cualquier otro lugar. Plantado a 12 kilómetros de la cabecera municipal de Bartolomé Masó, en Granma, cuando el ciclón Flora desmelenó la región y hubo que levantar todo de cero, el caserío no llega a ser un poblado —ni lo pretende—, sino un entramado de casas al borde de la carretera donde los campesinos ponen a secar los granos y por donde pasan, de vez en vez, los camiones que remontan la Sierra Maestra.
De eso sí sabe Isabel, de que cuando los mambises toda la zona era un hervidero y después, en la última guerra, la mismísima comandancia de Fidel estaba en La Plata, «a 15 kilómetros por ahí pa’ arriba».
«Esto era la candela —describe—: dicen los más viejos, los que vivían casi en bajareques, que la invasión salió de por estos contornos: Camilo, desde Boca del Salto, por aquella vuelta; el Che, desde Jíbaro, por Las Mercedes. Eso lo sabe todo el mundo aquí, que esta era la Providencia de los rebeldes».
Isabel me ve garabatear en la agenda y se pone a enumerar asuntos que considera importantes para un periódico: que el consultorio funciona bien, con un médico joven que es un talento; que con ese muchachito se atienden pacientes de La Güira, El Mirador, Las Colmenas, El Corojo, El Congrí y otras comunidades de los alrededores; que el grupo comunitario está pendiente hasta de donde el jején puso el huevo; que el transporte «falletea» un poco porque hay solo tres salidas de guagua a la semana, pero que, bueno, con eso se resuelve.
No me cuenta mientras escribo, sino un rato después, cuando me empino la jícara de café criollo, que lo mejor de Providencia es lo sana que es la gente, que se puede dormir con las puertas abiertas en las noches de verano porque el fresco entra pero los vecinos, no; y que si hay un enfermo toda la comunidad se moviliza como si fuera una sola familia. «Una familia grande y con sus encontronazos pero, al final, una de las buenas».
No es porque me lo jure ella, sino porque la candidez de los guajiros de Providencia se ve a la legua: en la pandilla de niños sin camisetas que salen despavoridos cuando el jonrón viene a caer en el capó del carro de la prensa; en los adolescentes que, trepados «al pelo» en los caballos, dan vueltas en torno a las cámaras para ver si se ven por la noche en el noticiero; en la naturalidad con que la madre de Isabel se despide de una parienta que sale de allá adentro con una mochila cargada de viandas: «Y pa’ la próxima vienes sin apuro, para que no me dejes con el almuerzo hecho».
Que también me voy, les digo, no sea que el resto del equipo me deje botada y sea yo una boca más para alimentar en Providencia. Se ríen ambas, seguras de que no resistiría el modo de vida —bucólico para el visitante, aburrido para el que se queda— de una comunidad cercada por la sierra.
Se ríen y me alcanzan un paquete que primero me niego a aceptar, medio apenada, pero termino cediendo, no tanto por el café acabado de coger de la mata, como por la expresión conmovedora de las dos mujeres, ese peculiar brillo en los ojos de quien ofrece de corazón lo mejor que tiene: «Lo tuestas y lo mueles —me aconseja la madre de Isabel—, pero no hagas durofrío, mi hijita, que el café se toma caliente». (Tomado del blog Cuba profunda)