La caldosa se ha robado la noche. Hay cientos de danzantes y dialogantes a su alrededor, como en las fogatas de nuestros ancestros, bajo la mágica delgadez de la luna. Las fotografías, las atenciones y absolutamente toda la alegría, van a parar a donde se tizna, con orgullo, la olla más grande del vecindario.
Danzan, al compás de las llamas, los trocitos de plátano, la yuca mejor escogida, el boniato con su dulzor, la calabaza, los pedazos de carne de cerdo y algún que otro hueso «cargadito» que apareció a última hora gracias a la gestión de aquel vecino. Todo es un compendio de cada casa: el ajo vino de allá, la cebolla y los ajíes del quinto piso, una vianda de acullá, otra de un poco más lejos… El dinero para la compra lo recogieron entre todos. Es, lo que se dice, una «comida colectiva».
Los muchachos ríen, saltan, corren, más cerca o más lejos de la vasija humeante, sobre la cual descansa un gran cucharón metálico o una paleta de madera con que se revuelve, de vez en vez, la sustancia popular.
El cocinero «caldosero» atiza el fuego y advierte: «¡Hace falta más carbón»! Pero ante la ausencia de los trozos morenos, un joven agarra el hacha y en un santiamén resuelve el problema con leña seca.
La víspera del 26, el reparto es una exposición de entusiasmo. Mi Alex, de dos años, nos ha llevado de la mano por la ruta de unas cinco o seis fiestas cederistas similares. «Hay humo, mamá», dice alegremente, para agregar: «¡Me quemoooo!». Y cierra un poco los ojos, mientras se esconde del fuego tras de mí.
Unos reparten dulces y refresco a los pequeños. Otros comparten la «Mulata» o el «Santero» en vasitos desechables. Cada cual celebra a su manera. Y lo que más me gusta es la naturalidad con que la gente ríe y comparte, en ropa de casa, sin galas ni exhibiciones de moda. Sin la obligatoriedad de participar. Dice un médico ortopédico, en camiseta y short, que «aquí estamos los agradecidos».
Mientras arden las brasas bajo las ollas, en los balcones ondean, en total hermandad, la ropa que todavía se orea junto a banderas nacionales, enseñas del M-26-7, cadenetas de colores, pancartas de los CDR, rostros sonrientes de Fidel…
Hay música en todas partes. «Pero ninguna patriótica», señala mi hermano (otro de los miembros de la comitiva de Alex). Se escucha reguetón, Ricardo Arjona, Luis Fonsi…, al menos por donde pasamos. «Son estos los nuevos tiempos», pienso mientras caminamos.
En el parque cerca de nuestro edificio, de pronto, sacan un equipo reproductor de música que convierte el espacio en pequeña discoteca. Mi hijo me suelta la mano y se va a bailar —reguetón también— con sus amigos, que saltan al compás de las luces de colores proyectadas por el aparato.
Hay una mezcla olorosa en todo el vecindario. Creo que existe una suerte de familiaridad y júbilo entre quienes comparten. En realidad, la mayor suerte es que todavía, después de tantos años, por aquí reine la caldosa.
He preguntado y no en todos los sitios (ni de Holguín, ni de Cuba) es así. No todos están dispuestos a reunir ingredientes, perderse la novela, atizar el fuego y sonreír. Hay lugares donde apenas recuerdan con nostalgia esa manera cubanísima de celebrar el Día de la Rebeldía Nacional.
En mi reparto, sin embargo, es una «ladrona» la caldosa: esta noche le ha robado el show a la novela y a las series de TV de los muchachos. Por eso tomo suficientes fotos, para que Alex, mañana, no olvide nunca la primera vez en que asistió a esta hermosa y cubanísima tradición.