El ser humano irrumpió en el globo terráqueo con una prerrogativa existencial a guisa de salvoconducto: vivir. Para dilatar en el tiempo tan preciosa gracia, necesitó del concurso de un grupo de factores, cual de ellos más importantes. Alimentarse devino su apremio fundacional. Le continuó, por instinto, la reproducción. Luego sobrevino la socialización en su más heterogénea gama.
El vestir —digo yo— seguramente no lo privó del sueño. Resulta difícil imaginar a un cromañón —ni siquiera del sexo femenino, lo cual es mucho decir— obsesionado con la idea de conseguir una piel de mamut de esta o de aquella textura o color. No, en la época de las cavernas el homo sapiens no era aún tan exigente.
Hoy las necesidades son análogas, aunque distintas. Ocurre porque el progreso humano genera a diario expectativas de estreno. Ya no basta con satisfacer el estómago, perpetuar la especie y alternar con el prójimo, a imagen y semejanza de los trogloditas. La civilización diseñó añoranzas y motivaciones superiores, a pesar de los aprietos económicos y los fatalismos de la geografía. Es un derecho inalienable intentar vivir cada día un poco mejor.
Los expertos se refieren a este fenómeno de dimensiones globales con el sugerente nombre de «calidad de vida». Se trata de un concepto que linda con la subjetividad y con el escenario donde se manifieste. Alguien suspicaz presumirá tal vez que intento echar mano a un asunto de factura menor y propenso a la retórica. Se equivoca de plano. ¡Chocamos a cada paso con sus realidades!
Recuerdo que hace unos pocos años atrás tomé parte en un taller multisectorial donde se reflexionó a fondo sobre el asunto. En sus intervenciones, los participantes demostraron que es posible construir una vida cualitativamente mejor aun en las difíciles circunstancias por las que atravesamos. Todos los sectores de la sociedad disponen de alternativas viables en ese sentido.
La calidad de vida desborda la bonanza corporal y doméstica. Uno se encuentra personas por ahí que dicen: «Estoy bien de salud, he formado una familia, mis hijos están estudiando, tengo una casa, un empleo y un salario, en fin, soy feliz...» Tal discurso refleja a las claras un nivel de satisfacción física, afectiva y social aparejado a un proyecto vital a todas luces realizado.
¿Cuántos millones de seres humanos en el planeta anhelarían tener tan solo una fracción de semejante panorama? Nosotros, sin embargo, no nos conformamos y, legítimamente, aspiramos a más. En especial a perfeccionar lo que tenemos. Es decir: lo mismo, pero mejor. Tal operación no reclama a ultranza garantías materiales suplementarias, sino pensamiento positivo inquebrantable.
¿Dificultades con la oferta de ropa y calzado? Se entienden. Pero lo que se venda no debe rasgarse a la semana ni dejar la suela en la primera salida. ¿Contratiempos con la harina para elaborar el pan? Se comprenden. Pero que el producto se elabore con arreglo a las normas técnicas. ¿Complicaciones con el transporte público? Existen, y muchas. Pero se enfrentarían con otra cara si, por ejemplo, los ómnibus cumplieran los horarios de recorrido.
La calidad de vida es un concepto susceptible de nutrirse con actuaciones individuales y colectivas consecuentes. Es una franquicia para hacernos más llevadera la existencia. Y también un imperativo de la contemporaneidad, donde en ocasiones suele escasear demasiado el amor por el prójimo. El pueblo capta cuando algo lleva la impronta de la eficiencia y cuando la voluntad de brindarlo mejor expresa un cotidiano ejercicio de clonación.
Cierto es que llevamos a cuestas un pesado fardo de deberes cuyo acatamiento no nos resulta ajeno. Pero, en igual medida, reivindicamos también nuestro derecho a un entorno descontaminado y limpio; a que nos devuelvan el saludo en cualquier sitio; a una moderación de los decibeles a escala pública; a una frase de aliento en trances difíciles; a una vejez apacible y segura; a la distribución más equitativa y justa de lo que nos corresponde… Con esas garantías cumplidas, sí, una vida mejor es posible.