EL infarto, hace hoy justamente seis años, tenía que ser masivo. Este hombre siempre arrastraba multitudes, así que un infarto a secas, un miocardio a solas, hubiera sido para él un final poco creíble. En el último minuto de su vida a Lucius Walker le falló el órgano que más usaba; entonces, de algún modo fue la suya, esa muerte a los 80 que tanto nos dolió, un deceso previsible.
Lucius fue la donación más valiosa que en decenas de caravanas han traído sus Pastores. Él se nos dio a los cubanos de forma permanente y cada año volvía, sin haberse ido del todo, para repetir junto a los suyos el pasaje socialista y evangélico de la solidaridad corajuda. Desde ese día de 2010 en que físicamente se alejó un poco de esta tierra que tanto amó, debemos interpretar su partida tan solo como el inicio de una caravana más larga.
Los cubanos reparamos en él en 1992, cuando acercarse a la Isla parecía una prueba de amor decimonónica. Pese a que a modesto nadie le ganaba, Lucius sacó sobresaliente en cuanta meta se impuso. Con un centenar de compañeros trajo la primera expedición de apoyo: biblias con leche, medicinas con material escolar, auxilio con alientos.
Ahí mismo el Gobierno norteamericano comenzó a eslabonar su ininterrumpida cadena de fracasos en los intentos de frenarlos. Vino la segunda caravana, la del «autobús» amarillo, mágico solo por el toque de la amistad y tan famoso en Cuba como el submarino dorado de los Beatles. El Pastor de los Pastores lo defendió hasta con las uñas, y al final nuestros niños pudieron viajar en él y cantar, por qué no, las mejores melodías nacidas en Liverpool. De La Habana para adentro, desde ese momento todas las guaguas amarillas son guaguas de Lucius.
En 2007 los caravanistas estuvieron en la graduación de la Escuela Latinoamericana de Medicina, donde ocho jóvenes estadounidenses les mostraron el título que los avala para salvar vidas en cualquier sitio del mundo. ¿Cómo estaba él? Como un papá orgulloso cuyos hijos ahora se están graduando como médicos, dijo entonces, más con los ojos que con la voz.
Así son los pastores. De año en año los hemos visto cargar y defender como hormigas bravas, por ciudades de Canadá, Estados Unidos y México, paneles solares, computadoras, bicicletas, ambulancias, implementos deportivos, alimentos, medicinas… Eso y más han acopiado y traído a Cuba sin pedir licencias al Departamento del Tesoro, porque «los cubanos son nuestros hermanos y nadie nos puede prohibir amarlos». El amor nunca es manso. Él lo practicaba como un combate. Aquel hombre de solidaridad multilingüe, que decía las palabras más sencillas con la mayor placidez y gozaba del raro carisma de la humildad, era un combatiente por el mundo: respaldó a patriotas africanos, repudió el apartheid, luchó por los derechos civiles, combatió al Ku Klux Klan, alentó a los pueblos originarios, auxilió a Haití, recibió un balazo en Nicaragua, apoyó la lucha palestina y defendió a los inmigrantes en la «gran nación» que discrimina más que cualquier otra.
Era audaz como pocos. Cierta vez llegó a afirmar que «Jesús y sus discípulos fueron los primeros comunistas porque dejó claro que como discípulos cristianos tenemos que amarnos unos a otros, servir al otro y trabajar en interés de aquellos que tienen menos». Y, en efecto, veía un anticristo: el sistema capitalista.
Solía definir el bloqueo contra Cuba como algo monstruosamente inmoral y decía que mantenerse callado frente a él era una violación de lo que Jesús les dijo debían hacer. Porque él era de los que llaman al bloqueo por su nombre y declaraba sin tapujos que nuestros Cinco debían ser considerados héroes, también, en Estados Unidos.
El reverendo nunca reverenció el poder imperial y desde allá adentro hacía preguntas incómodas como esta: ¿Por qué la mitad de los medicamentos del mundo no son accesibles para Cuba?
Así era este hombre que sigue siendo de los que piden solo para dar y dan sin pedir, tal vez hasta sin esperar. En 2010 Cuba despidió con las manos de abrazar al amigo que celebró su último cumpleaños aquí, en la tierra de su amigo Fidel. Después de su «Hasta luego», continúa queriéndonos este ferviente creyente en todos nosotros, este hombre dotado con apellido, piernas y alma de caminante que, sin pedir licencias, se fue al Cielo en una guagua amarilla y nos permite, más acá de la muerte, alumbrar nuestras luchas con luces como él.