No dijo «mamá» primero como yo quería. En el fondo, tenía una secreta esperanza de que lo soltara de una vez y para siempre. Pero no lo dijo.
Por poco tampoco dice «papá» —aunque finalmente lo hizo— y el padre brincó de la chochera victoriosa, mientras yo me hacía la infeliz aunque rebosara de alegría por dentro. Después empezó a decirle «Abdiel» (a su manera y en su lenguaje, claro). Y no hubo quien lo sacara del apelativo hasta que un día —no hace mucho— se le acabaron las ganas y otra vez volvió al papá que grita como palabra de «buenos días» o de «¡socorrro, que alguien me ayude a salir de este corral!»
Aquello fue una guerra sin armas. O con las más peligrosas que existen a veces: las palabras. Él le deletreaba «pa-pá» en los ratos que podía, mientras yo me pasaba el laaaaaaaargo día repitiéndole «ma-má». Fue tanta la insistencia con el pobre pequeñuelo nuestro, que una amiga entrañable amenazó con enseñarle a decir «Tere» para que lo dijera primero.
Pero la guerra fue a las buenas, porque él se merece tanto tanto esa pequeña gran alegría, que cada vez que mi hijo entona un «papá», a veces con acento de pregunta, me siento tan orgullosa de enseñarle a verlo en la foto de la pared donde sonreímos juntos, o en señalarlo en la televisión, o simplemente en decirle que está «alláaaaaa», apuntándole con la mano a un lugar lejano e impreciso.
Él no se cansa de repetir que soy una supermamá, y que ya tiene los materiales para hacerme un monumento por soportar 24 horas a un pequeño huracán categoría cinco que anda revoloteando por toda la casa, a la caza de algún jarrón que romper. Aunque también asegura, cada vez que se queda dos o tres horas solo con él, que se hará uno pequeñito junto al mío porque tiene los brazos destruidos o la ciática en reparación. Y yo, que no creo en monumentos ni nada parecido para enaltecer la verdadera grandeza de espíritu, sospecho que algún día, cuando nuestro Alex vea las fotos y los videos, o rememore lo que encuentre en su flash cerebral, entenderá que hacer crecer a un hijo bueno es lo más hermoso y difícil que existe.
Quizá este sea el secreto para que escriba estas líneas, pero la verdad que ahora me inspira es que admiro al hombre que cuida a mi pequeño para que yo adelante en la maestría, o me arregle el cabello, o descanse un poquito más mientras él prepara el café en las mañanas.
Admiro a los padres que, como él, no se pierden una consulta durante la gestación ni tampoco después del parto; a los que no se van a trabajar si no es después de posar un beso en la frente de sus hijos; a los que se documentan y hasta estudian para saber de alimentación infantil, medicamentos y enfermedades.
Aunque es verdad que el cariño de una madre es incomparable y sublime, el padre es ese ser especial que nos sirve a las madres —y les sirve a los hijos— de soporte espiritual y material, cuando van creciendo y se necesita que el tronco avance derecho a la luz. Estos papás cantan nanas como nadie, cambian pañales, se levantan en medio de la madrugada a alcanzar un biberón o a calmar un llanto, y juegan al fútbol aunque estén muertos de cansancio. Y sufren cuando la gripe los atosiga, porque no pueden cargar a sus pequeños.
A este de quien les hablo no le importa mucho que su «peque» no se le parezca demasiado (aunque todos bromeen por ello) porque dice que su similitud —y su belleza, digo yo— está en el carácter y en los sentimientos.
Cuando uno es pequeño se cree que los padres son el mundo, y que lo saben todo. Que nada malo puede pasar si están a nuestro lado. Por eso, estoy feliz de que mi Alex tenga al suyo cada mañana para enseñarle el biberón vacío, mientras le dice «eche» y le indica frotándose las manos: «se acabó». Y entonces un mar de cariño los inunda y se abrazan y retozan y a él le coge tarde y comienza a sonar su celular (suerte —mala— que se le rompió) y es su jefe preguntando que por qué no ha llegado ya. Y él que sí, que va en camino (perdón por la sinceridad), porque este papá no escatima minutos si se trata de la caricia de su hijo.
Yo sé que hay miles de papás así. Como hay otros que no han plantado la simiente y son mucho más padres que los propios progenitores de sangre. Por eso, valgan todos los días de este mundo para hacer una oda a la existencia de los «padres de verdad», que más que darnos la vida, entregan su vida por el bienestar de sus retoños, que no es más que vivir para ellos, por su propia felicidad.